Convergencias del signo en los “maestros de la sospecha”: Marx, Freud y Nietzsche
Rafael Ojeda
En un apartado de su libro Freud: una interpretación de la cultura,
en el que nos habla del giro “hermenéutico” que habría experimentado el
pensamiento occidental, que él denomina ―bastante ilustrativamente por cierto― “La
interpretación como ejercicio de la sospecha”, el filósofo francés Paul Ricoeur
reúne a Marx, Nietzsche y Freud bajo el rótulo de “escuela de la sospecha”; denominación
que se hará referencial al momento de acercarnos a la disímil obra de estos pensadores,
diametralmente distantes entre sí, pero cercanos si consideramos su pasión
compartida en pos del desenmascaramiento de lo “real”, desde puntos de partida
diferentes y hasta enfrentados, entre una noción de la ideología asumida como
falsa conciencia de lo real, de la moral como eje de dominación, o de la
conciencia asumida como dispositivo represor del inconsciente.
Allí Paul Ricoeur llamaba la
atención sobre el carácter anómalo o singular de la producción de estos tres autores
que ―a decir de él― “aparentemente se excluyen entre sí, pero que no obstante marcaron
el quiebre definitivo en la historia del pensamiento”. Pues para estos, pensar
equivalía a interpretar, hecho que se fue evidenciando sobre todo ante esa nueva conciencia que históricamente se fue
imponiendo en el pensamiento occidental: la de la disolución del objeto frente
al empoderamiento del signo, signo que se fue convirtiendo en el fundamento
interpretativo del pensar y desde allí de las interpretaciones del estar. Lo
que fue haciendo que la filosofía dejase de ser un ejercicio de representación
para convertirse en uno interpretación, algo que Jacques Derrida, después, llevará
al extremo en la frase: “no hay nada fuera del signo”.
De izquierda a derecha. Karl Marx, Frederic Nietzsche y Sigmund Freud |
No obstante, esta mención al
quiebre epistemológico desencadenado en la racionalidad modernista ―si lo
decimos a la manera del epistemólogo francés Gastón Bachelard― por los
integrantes de lo que Ricoeur englobó, tomando una frase de Nietzsche, como “escuela
de la sospecha” o “maestros de la sospecha”, se ve también descrita por Michel
Foucault, que, a su manera, dentro de los márgenes estructuralistas de la
epistemología bachelardiana, planteaba ya en Las palabras y las cosas, ese tránsito ocurrido desde la episteme
clásica ―es decir la de los siglos XVII y XVIII―, marcada por el “saber de la representación”
de las cosas, hacia la episteme del siglo XIX y XX, que se revela como lenguaje
y estructura lingüística; es decir, como un “saber de la interpretación” o un tipo
de saber en el que las cosas ya no son solo existencias, sino significantes.
Y es partir de estos cambios
que podemos entender que lo que han deseado estos tres autores, no es solo
manifestar su pulsión destructora y negadora de las “normalidades” éticas,
económicas, políticas, morales y religiosas; sino concebir una forma más
efectiva de interpretar los sentidos y violentar los signos, a partir de esa
desconfianza inicial, como ejercicio de la sospecha, que fue impregnando sus
obras. Pues, siguiendo algunas ideas del libro Nietzsche, Freud y Marx, de Foucault, estos pensadores no habrían
multiplicado en forma alguna los signos, no habrían dado un sentido nuevo a las
cosas que antes no las tenían; sino, lo que hicieron fue cambiar la naturaleza
del signo y modificar la forma en que generalmente este era interpretado.
Por lo que es a partir de este
giro ―digamos hermenéutico― desde donde el pensar abandona el universo de la
representación para pasar al de la interpretación, sobre todo porque el signo pasó
a determinar el filosofar, haciendo de la comprensión, una hermenéutica que
incide en la búsqueda de sentido, en el desciframiento de los arcanos, de lo
que está oculto, en instituir una nueva relación entre lo patente y lo latente;
una relación que abrió esa noción dual de lo oculto-mostrado o, si se prefiere,
de lo simulado-manifiesto, para revertirlo. Un eje en el que los tres “maestros
de la sospecha”, desde sus particulares métodos y caminos diferentes: la
dialéctica en Marx, la genealogía en Nietzsche y el psicoanálisis en Freud, a
partir de la definición de un ser social, de la voluntad de poder y del psiquismo
inconsciente ―entre la ideología, la tradición y la mente―, fueron imponiendo
un sentido en el que los signos no son causales, y en el que las
interpretaciones tienden a adquirir el deber de interpretarse a sí mismas.
En este sentido, es fácil reconocer
que, en cada caso se trata de un ejercicio diferente de la sospecha: uno economicista,
en el caso de Marx; moralista en el caso de Nietzsche, y sicologista en el caso
de Freud. Aunque, cabe decir también, que esta diferenciación continúa
resultando bastante vulgar y gaseosa, sobre todo si nos atenemos a la
complejidad y los alcances subversivos de sus particulares obras. Por lo que, si
queremos incidir en una suerte de línea crítica genética, considerando el
espectro histórico-social como fermento o sedimento de sus ideas, y apuntamos otra
variable más a las ya expuestas, podríamos explicar esa suerte de identidad
crítica en los tres, pues tanto Marx, como Nietzsche y Freud reaccionan
críticamente ante la sociedad y el tiempo en el que les tocó vivir, además de un
contexto que les resultaba sospechoso.
Y no obstante que no
pertenecían a una misma generación, pues Marx vivió entre 1818 y 1883,
Nietzsche entre 1844 y 1900 y Freud entre 1856 y 1939, sus tiempos de alguna
manera se intersectan y llegan a confluir. Por lo que resulta fácil explicar,
como diría Ricoeur, su común oposición a una fenomenología de lo sagrado
comprendida como propedéutica a la "revelación" del sentido, además
de su articulación dentro de un método único de desmistificación, y su
impugnación a la primacía del “objeto”; esto sumado a su denuncia común en contra
de las ilusiones societales y la falsa percepción de la realidad. Una realidad
a la que políticamente enfrentan, desde perspectivas totalmente disímiles y diametrales.
Sobre todo si consideramos los matices ideológicos del Marx comunista, ubicado
en las antípodas de Nietzsche, plagado de matices protofascistas. Lo que podría
dejar a Freud en un punto intermedio entre ambos o en su reverso, llevándonos esto
a ubicar otra oposición, como tensión de contrarios, sobre todo porque, en su actitud
genealógica y su desprecio por el presente, Nietzsche encuentra la solución en
el retorno, llevándonos a reclamar la moral de los señores, la de los padres; mientras
Freud plantea, en el ansia edípica de su teoría psicoanalítica, la muerte al
padre.
Cabe decir que los tres terminan
por imponerse como horizontes filosóficos casi inexpugnables, como serios
proyectos de reversión epistémica y social. Nietzsche busca poner de cabeza a
Platón, Marx pone de cabeza a Hegel, y aunque es un poco más complicado
pensarlo, Freud revierte lo consciente para darle carta de ciudadanía o desencubrir
el inconsciente, poniendo en tela de juicio la idea misma de racionalidad. Por
lo que resulta bastante “razonable” decir que los tres, en sus particulares proyectos
de reversión, tienden un hilo común aunque enrevesado. Pues, tanto en Marx como
en Nietzsche, hay una apuesta positivista ―al menos eso es lo que dice
Heidegger con respecto al primer Nietzsche antiplatónico, que se enfrenta al “mundo
de las ideas”, de lo suprasensible, para reivindicar el “mundo de lo sensible”;
en tanto Marx, al revertir a Hegel, saca la dialéctica del campo idealista y
la pone al servicio de la materia.
En este sentido, en Marx como
en Nietzsche, hay una apuesta por el efecto superficie, por el sentido terrenal
y materialista del pensar, además de compartir una noción arqueológica del
desencubrimiento. Lo que, en el autor de El
Capital, se evidencia en sus afanes por disipar “la falsa conciencia”
impuesta por la burguesía, vía una praxis que termine por desenmascarar la
ideología y el sistema económico de explotación burgués; en tanto Nietzsche exhibe
su afán por revertir la transvaloración de todos los valores, una transvaloración
iniciada por Sócrates, continuada por Platón, y desde él por toda la moral
occidental, buscando acabar con lo que él llamaba “moral de esclavos”, para así
restablecer la fuerza del hombre liberado, lejos del resentimiento y la
compasión, del ser “al que realmente le es lícito hacer promesas”; mientras la
labor “arqueológica” de Freud, sería más bien subterránea, espeleológica, una
noción que lo ubicaría un paso adelante de los otros dos, pues en su ejercicio
de sospecha, Freud logra rebasar el efecto superficie, para penetrar en el
subconsciente e incidir en el inusitado espacio desde donde fluye la vida
consciente.
En este punto, la historia
de la filosofía nos ha presentado a Descartes, como el sumun del racionalismo y la autoconciencia, como la teorización
metódica del yo pensante que planteaba que todas las cosas son pasibles de duda,
que no son tal y cómo aparecen. Pero el cógito
cartesiano, no ponía en cuestión aquella conciencia que le permitía saberse a
sí mismo, y saber que razonaba en un tiempo en el que el sentido y la conciencia
del sentido coincidían. En tanto Marx como Nietzsche, que denunciaban la falsa
conciencia, como conciencia que no es lo que cree ser, pero criticada a partir
de un yo aceptado como consciente, de un yo razonador que han asumido como incuestionable
y que les servía como punto de partida, desenvolviéndose desde un punto fijo o
un presupuesto que les permitía, en el caso de Marx, reconocer conciencias alienadas
o ideologías impuestas por un modo de producción, un principio de dominación o
un proceso de fetichización, que aunque racional resultaba ilegítimo; y en el
caso de Nietzsche, reconocer un sistema de normas transvaloradas, en el que los
intereses de los débiles y cobardes, con la “moral del rebaño” o de los
esclavos, ha sido impuesta sobre la moral de los señores y hombres fuertes.
Tal vez por ello, en Marx y
en Nietzsche, es la realidad la que se presenta como revestida de
mistificaciones, oculta tras una serie de máscaras económicas y morales que necesitan
ser arrancadas para llegar a la fisonomía de lo real; no obstante en Freud ―que
parece oponérseles―, es ese mismo eje de racionalidad del que se sospecha, es el
cógito mismo el que resulta vedado y
cuestionado, pues es la conciencia “constructora” la que se ve afectada por una
serie de mascaradas o filtros inhibidores que subsumen a un inconsciente negado
por una racionalidad que termina por mediatizar represivamente la vida “real”
de los hombres, hasta determinar sus conductas e ideas, desde anomalías,
complejos o problemas irresueltos.
Cabe decir que, a
pesar de estas sustanciales diferencias, lo que los unifica ―entre otras cosas―
es aquella denuncia común en contra de las ilusiones sociales, en contra de la
falsa percepción de la realidad, en la búsqueda de esos principios ocultos de
la actividad consciente, enfrentándose también, en sus afanes profanos, a una
suerte de antropología de la religión enquistada en la buena conciencia de los
hombres. Marx desde un ateísmo materialista que lo llevó a repetir aquella
frase de Bruno Bauer, “La religión es el opio del pueblo”; Nietzsche desde su crítica
radical a la moral judeocristiana, su anticristianismo y la idea de la muerte
de Dios, y Freud desde aquella idea del parricidio primordial que alcanza
también a la imagen cósmica del Dios padre.
No obstante ―siguiendo a
Paul Ricoeur―, estos tres maestros de la sospecha no vienen a ser tres maestros
de escepticismo; seguramente son tres grandes "destructores" y, sin
embargo, ni siquiera esto debe extraviarnos; pues, la destrucción, dice
Heidegger en Ser y Tiempo, es un
momento de toda nueva fundación, incluida la destrucción de la religión, en
cuanto es, según palabras de Nietzsche, un "platonismo para el
pueblo". Pues, es más allá de la "destrucción" donde se plantea
la cuestión de saber lo que todavía significan pensamiento, razón e incluso fe.
Y estamos seguros de que esa fe, esa apuesta por la humanidad, les fue
compartida.
Es por ello que, en este
punto, la interpretación se hace un proceso difícil, un asunto vertiginoso, un
proceso que incluye no solo las tradiciones, las ideas recibidas, la ideología;
sino que la misma noción de verdad es el efecto de una estratificación (y
mistificación) histórica, cuyos orígenes son retóricos, emotivos, interesados. Por
lo que el significado propio, el sentido auténtico del que las apariencias y
las formaciones secundarias constituyen la metáfora, es a su vez algo oscuro y
derivado, algo que por su parte debe también ser sometido a interpretación. He
allí su circularidad y su tragedia, pues si no se vuelve dogmática, la interpretación
se convierte en nihilista.
Rafael Ojeda
Bibliografía
Bachelard, Gastón (1987). La formación del espíritu científico.
México: Siglo XXI Editores.
Descartes, René (1984). Discurso del método. Barcelona: Planeta.
Foucault, Michel (1970). Nietzsche, Freud, Marx. Barcelona:
Anagrama.
Foucault, Michel (2008). Las palabras y las cosas. México: Siglo
XXI Editores.
Freud, Sigmund (1986). La interpretación de los sueños. Madrid:
Alianza Editorial. III t.
Heidegger, Martin (2000)
Nietzsche. Barcelona: Ediciones Destino. T. I
Heidegger, Martin (1962) El ser y el tiempo. México: Fondo de
Cultura Económica.
Marx, Karl (1989). Introducción general a la crítica de la
economía política, 1857. México: Siglo XXI Editores.
Nietzsche, Friedrich (2002).
Genealogía de la moral. Madrid:
Alianza Editorial.
Ricoeur, Paul (1990). Freud: una interpretación de la cultura.
México: Siglo XXI Editores.
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