Concierto del tiempo y pesadilla
Leonardo Bolaños
En ese entonces
“sonaba” la historia de Miguel Gutiérrez, La violencia del tiempo, como
la canción “Last Nite” de The Strokes, además de graffitis y galimatías
por las huellas de una calle minada por una experiencia nerviosa, como el
cambiar de aires, como el cambiar de peinado, cada vez más teñido, más
rebelado. Allí, entre las puertas de cada centro había un precio ciertamente
asequible, ciertamente momentáneo, como girar a máxima velocidad por un campo
abierto. Con salvajismo, uno podía pertenecer a una especie de bohemia
contemporánea, bohemia en la que todo lo sarcástico era incluso decir: “váyanse
a la mierda” o “al colegio no voy más”, como apología a la irracionalidad, no
ciertamente un vacío, un teatro donde lo feo, lo grotesco, lo raro, lo temido
era parte de la oferta real de las noticias: el cuarto poder, la política, la
moda, la jerga.
Un día, aparecía el milagro neoliberal, los primeros emprendimientos que bajo el eslogan “hazlo tú mismo”, emergía como un pequeño y sensible mercado para aquellos que buscaban la afinidad de una nueva y alternativa forma de hablar y expresar generacional, como una manera en la que toda historia debe escribirse y leerse a sí misma, a tal punto que resulta necesaria la construcción de un trasfondo urbano correspondiente a una escena subterránea que cobraba un impulso sui generis, cuando el ir por las ramas de lo subterráneo se trasformaba en una forma feliz de sabotaje de todas nuestras formas de desenredar el nudo de un tiempo contemporáneo, asociado a los excesos, a las formas digitales nuevas de información, a las búsquedas a través de tendencias inclinadas hacia el "hazlo tú mismo".
En ese contexto, nuevamente surge el freelance y, de ese modo se reparten miles de invitaciones hacia la escena contemporánea. La cultura migra, la mezcla de lo otro, lo extraño, lo foráneo tiene cabida en los sonidos peruanos. Tiempo en el que Kamilo Riveros Vásquez dirigía una web de noticias sobre el nuevo ambiente construido en torno a las nuevas tendencias musicales peruanas. Cuando viajar era parte de un síndrome mundano, viajar de cono a cono, viajar a unos ya históricos centros urbanos. Sobre todo, porque la movida le dio credibilidad y crédito a esos lugares en los que emergían formas nuevas de expresión cultural. Movida que concentraba un flujo de eventos y celebraciones que la ayudaban a mantenerse.
De alguna forma, era una lección recíproca la oportunidad de mantenerse, desde una generación dispuesta a publicitar y generar dinero, además de sostener el nombre de las localidades. Por lo que pronto la escena empezó a tener un guion, un guion con nombres como España, México, Brasil, Bolívar y Grau, reunión de direcciones en las que uno podía habitar a través de una ética bohemia, de asentar las raíces de las expresiones juveniles. Además de un “adueñado” sarcasmo de que todo ello, lo hacíamos para nosotros mismos: el mismo público que se paga para verse en vivo, el mínimo público para ser conocido o el mismo público que actúa en la localidad y el distrito conocido.
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| Portada del último álbum de Luis Guzmán: Me atormenta tu tormenta |
Podemos acertar, por ejemplo, en lo que Susana Villarán hizo por la movida cultural. El autodidactismo jamás ha estado tan de la mano con la tecnología como en aquellos tiempos. Aprender yoga, aprender canto, aprender karate, estudiar en la universidad, leer escritos académicos en inglés, pensar una vez más, cómo no, en lo posmoderno. El punk, hoy por hoy, sigue vigente en la posmodernidad, en una especie de mercado de manifiesto liberal, de escupir, de toser, de doler de espaldas, de manos en la tibia, temperatura de la pubertad, diciendo, de manera primordial, “yo soy, yo creo, yo recuerdo, yo existo”. Una forma de creer en la posmodernidad es que, ciertamente, existen modas para existir.
Recuerdo las entradas del ex Ekeko Bar, en Barranco, donde el porro circulaba, como de contrabando. El susto aparente de la malicia que exhibía el guiño de Santiago Barriga, que buscó por lo bajo mi mirada, y yo le dije, pero si hay mucha gente… Y él, “¿y qué?, solo soy el cantante de Luis Guzmán”. Y qué, cómo cuándo lo vi en ese esperado concierto al cual fui en el Centro de Lima, en el jirón Cailloma. Lo veo en un errático atuendo de efímeros y excitantes miedos, un remover de inconformismos, un remordimiento al poco tiempo restante, un hablar rápido y áspero, Santiago Barriga con su banda. Giácomo Roncagliolo, el segundo compositor, cantante y guitarrista me saludo, y yo también. Pareciera que el concierto es una coartada para algún tipo de descontrol entre la banda, no sé si es un adiós total, porque hay conciertos finales y hay conciertos finales. Uno debe saber cuál es este. Paseo por la multitud y veo al punk en la orilla de su ritual entre colillas de cigarrillos gastadas, pantalones rotos, mirando melancólicamente haber alcanzado la paz con el caos mental.
Y suenan los instrumentos y todos mis nervios suben en un recuerdo que baja a la conexión de mis emociones, a mi corazón palpitando, palpitando cada uno en un ritmo, en una canción recordada, y el concierto empieza, la oscuridad instrumental del escenario llena los espacios, y las voces errabundas toman diferentes albedríos, como los gritos, el exceso, el abuso, el dolor, la pasión, y los sonidos se mezclan en una sola atmósfera hacia un extremo de lo verosímil, la gente se divierte y hay un flujo de diversiones heterogéneas que fluyen entre los cuerpos, como un tipo de acuerdo romántico a una broma siniestra de escuchar música con los demás, decadentes, aun así tratándose de un acuerdo cínico, doloroso de ser encontrado en el dolor.
Aparecemos entre las sombras del recinto, doblemente lastimados, doblemente apasionados, en el mismo lugar, con la misma indiferencia, en la misma frecuencia, y toda la escena vuelve a su ritual, estar al lado del otro para escuchar, acompañar, estar solamente misterioso. Entonces, entre la penumbra, como siempre, hay un lío con las entradas. Y de nuevo, entre la penumbra se hace oscuridad finita, se va la luz y se cancela el último concierto, supuestamente, por allá en los 2017, el último concierto de Luis Guzmán -banda integrada por Santiago Barriga, Giacomo Roncagliolo, Hernando Suárez y Mario Acuña-, promocionando su disco, Al fin seré volar.
Eran los días extraviados por esa fluidez construida de lo urbano. Las insignias de un lazo latinoamericano, como, por ejemplo, Genitállica, Café Tacuba, etcétera. Hoy aún, esa agenda de la historia cultural de nuestros tiempos persiste, persiste en el hecho de que aún debemos escucharnos y que nosotros debemos cantarnos a nosotros mismos. Somos el pueblo del urbanismo de las bohemias pasadas y actuales; en esos tiempos, escuchar a Charly García, escuchar blues, escuchar a Pink Floyd, entre otros, eran motivos de un interés casi ideológico. Como si la reverberación de la música de los 60s, 70s, 80s y 90s fuesen homenajeadas en conciertos de tres horas, e incluso, con una música que abría el preámbulo de la postmodernidad, la autenticidad, el proyecto único de la expresión liberal, la franqueza del ruido, el grito, la letra, etcétera.
Yendo por la pendiente vertiginosa de un camino más independiente, más auténtico o quizás, como otros extraños, compartiendo el accidente de lo real, de los garabatos de mugre bajo los pies, en una metrópoli que recién empezaba a cobrar la forma de miles de marionetas fálicas, de edificios, y de cierta alegoría inconsciente de estar excitado, muy excitado sexualmente, como una boca abierta, un cruzar de piernas frente al parque o los parques visitados por las ramas, por las naturalezas, y oler ese nuevo aire cargado de referencias nihilistas a escritores como Brett Easton Ellis, en canciones que en algún año sonarán de nuevo, como la canción de Luis Guzmán “Verano del 2012”, cuyo video muestra un hombre con un bate de beisbol marca Easton, que está a punto de romperle la cabeza a un negro, que termina por "molerlo" a golpes, en un soleado día, mientras la guitarra tiene un sonido parecido al de un charango grave, mientras una voz afónica, como sí se comiese las consonantes, se presenta como un suspiro vocal arañado de suciedad y alcohol.
Esos días, días de los veranos de 2012, además del 2011, 2013, 2010 y 2009, en los que una juventud, que probaba el enorme consejo de escritores como Easton, Palanhiuk, Welsh, juventud que parecía parafrasear: ¿Quién necesita razones cuando tienes conciertos? Y bien, la invitación de la calle nos decía, efectivamente hay conciertos. ¿A cuánto? ¿dos soles, cinco soles, diez soles? Los conciertos de aquel estilo, por una moda mística, costaban, sí, menos de un dólar, cinco soles, es decir un dólar y medio más o menos, y de diez soles cuando el concierto, efectivamente, tenía que hacerse.
La gran propaganda política de divertirte no solo con poco, sino con ropa andrajosa, ropa que inauguraba ya una biblioteca común del mundo subterráneo, cuando recién empezó el meme por internet, cuando los aforismos populares eran noticia en el Facebook, en los grafitis, en los polos, en los tatuajes; y de nuevo, sí de nuevo, en otro post de Facebook, recibiendo los benditos pulgares arriba, y chocando con un mecanismo de sistematizar el lenguaje de tiempos presentes, tiempos urbanos, tiempos políticos, tiempos bacteriales… en un modo de coquetear con la existencia.
La vida parecía temblar de energía, el aire parecía cortar con fineza, como si lo etéreo, lo invisible y lo poético sacudía el nervio de estar presente en una tierra invadida y secuestrada por el caos. Un caos que se presentía en cada bocina, escupitajo, flema, grito… Y cuándo entonces uno también reconocía romances que se guardaban en nuevos espacios, nuevos contextos, novedades a la izquierda, en el corazón. Y siguiendo el derecho camino de una espiral, uno podría ver que vivíamos, en esos tiempos, en un algoritmo de romances, que podías fantasear, más ayer que ahora, con aquellos sexos, con aquellas mujeres de aquella mística urbana, como aquellos caballeros pateando la pelota como salvajes, y en un chocar de reacciones las conversaciones se volvían, casi siempre, medio inverosímiles, cómo si algo raro de todo ello era cierto, una juventud, una música afónica, una música que reventaba el pánico como una bomba de kilos y kilos de vidrios ramificándose en roturas, quiebres, rasgaduras; música que desafinaba, música que por un extraño motivo tenía que ser ruidosa, prendida, terrorífica, música para que al menos imaginemos el miedo, el temblar de voces y de sombras, pero, oye, está bien, ahí siempre hubo gente de todo tipo, como personas en contra de lo que decía el primer disco de Luis Guzmán, Para no leer más.
Había, sí, gente que leía, que leía por primera vez, qué por otro extraño motivo, probablemente también tocaba su instrumento por las primeras veces, y que por otro extraño concierto era la primera vez que asistía a un recital. Eran también los primeros tiempos de los medios de comunicación independientes, medios que publicaron parte de las vivencias de la primera década del 2000, en ese entonces, ahora que recuerdo, varios como Lima Gris y La Mula informaron sobre la movida. Pero, ¡vamos! La música era para un engendro, ¿pero cinco soles?, ¡vamos! Las bandas, influenciadas por el indie buscaban melodías raquíticas de espinas, como una electricidad anoréxica, distinta al grueso torbellino de golpes que es de la canción que busco hablar, sí, ensayar “Mis accidentes”. La música es un contexto, y esa música de la que hablo, y esta otra de “Mis Accidentes” que menciono tienen diferentes contextos de ser escuchadas. Pero ahí va, el truco truculento de tener talento para expresar, en un contexto, económico y cultural de una Lima, actual, vendida al turismo.
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| Afiche de la última presentación de Luis Guzmán, 19 de julio de 2025 |
Ahí va la razón de la música, la inyección de una experiencia ajena a las venas, al cerebro, al entendimiento, cómo una armadura femenina o masculina, cómo una superficie de lo experimentado por las razones, otra vez de lo irracional, donde el accidente vuelve a ser parte de la narrativa, otra vez cómo un cuento infantil en el que nace el pensamiento, el peligro. Qué tiempos por atravesar como personas que conocen la experiencia gótica del pasado, un pasado lleno de murciélagos, de leyendas, de músicas, una vez más tocamos la flauta para encantar a las serpientes.
Nos sentíamos atrapados en el aburrimiento del drama cotidiano, a veces, el concierto tenía nombre fúnebre o contagioso, a veces ser tratado con indiferencia era lo más diferente, éramos esa generación que aprendió a decir “Concha tu madre” desde los seis años, a veces nos silenciábamos por horas y horas solo escuchando el sonido; y en el susurro de todo encuentro, los licores, las mesas circulares, el espacio circular, como oyendo todo en un único ruido, donde la broma fue hecha casi sin que uno lo supiera, ¿qué broma?, esta broma, música diversa, producción, migración, distrito, conocidos, nombres, los lugares que visitábamos, con indiferente diferencia, como si todo fuese una broma modesta de cómo persistir, de buen ánimo y sentido ante casi todas las categorías dramáticas de la política, del cambio mundial, del calentamiento global, etc. Era evidente que nuestra época era la que instantáneamente, por internet, podía destapar más y nuevas verdades, hechos de los que todavía se cuestiona y se piensa, como en las protestas sociales, cuando nosotros protestábamos de esa manera, haciendo eco en la broma instantánea, en el grito de una obscenidad, de algún presagio funesto, de una necesidad de ser franco, de romper con cualquier tipo de preámbulo a un ritual culposo. Nosotros, en la música, la destruíamos, sembrábamos desde el inicio un campo fertilizado por la franqueza, en la que, cada sombra de la noche, nos acobijaba con verdadera energía, en los albores de una novedad gótica, una bohemia herida, un concierto evidente, una expresión local.
En esos tiempos todo importaba y nada importaba. Parecíamos convencidos de que marcábamos historia en un momento singular de nuestras características públicas. Por ejemplo, nos volvimos famosos por 15 minutos en el Facebook, las figuras públicas pasaron a ser una especie de celebridades, como si fuesen quizás algo intocable, algo perdurable. Lo extraño es que, cuando hablaba con otros amigos del Facebook, todos, en un sólo instante, coincidíamos que era una estupidez, un desfile de vanidades. Pero aún así, por lo menos en esos años del 2010, las redes sociales funcionaron, acaso, para la contracultura.
Todos queríamos ser recordados, pero nadie quería hacer el primo, nadie quería realmente llorar de histeria por tener algo que decir, frente a un público expectante en los últimos veranos de nuestra humanidad. Si es cierto que algunas letras de Luis Guzmán pecan de excesiva seriedad, cómo si dentro de la ironía lumpen que profesaban, con un poco de alcohol al sistema de lógicas ilógicas irreversibles, es decir, lógicas lineales, lo que expresaban sus letras eran sentimientos, ciertamente encontrados en nuestra generación, sentimientos comunes. Pero el modo de expresarlos, desde un escenario o desde una performance en que cada músico adopta también el papel teatral de lo siniestro, histérico y ruin; no necesariamente conjugaba con un modo más o menos coloquial de integrarnos en una figura social, es decir, como me diría mi colega Kloaka (seudónimo), Lima apestaba a punk. Desde un inicio, lo incierto, lo incómodo, incluso lo peligroso y al mismo tiempo anodino se entrecruzaban con el tono de voz, la jerga, el ritmo. Al final, irónicamente hablando, no sabíamos que estábamos jugando con una fragilidad del tiempo especialmente sensible del presente. Tirábamos piedras, hablábamos huevadas, cosas raras, sueños, extravagancias, tanto de esa forma que incluso en una canción que yo considero icónica de la banda Tigs, dice en inglés:
De alguna manera creamos nuestros propios mapas de referencia, nos leíamos el uno al otro en Facebook y ya sabíamos qué sabíamos sobre nosotros mismos, presenciamos el mismo miedo, presenciamos los mismos fracasos, nos unía un pesimismo político, y casi todos jugamos al siniestro rol de representarnos ante ese nimio escenario de posibilidades, como seres importantes, seres que por un extraño motivo debían conocerse. Recuerdo que Santiago Barriga, el frontman de Luis Guzmán se mete al baño al mismo tiempo que yo, y yo, por un escaso repertorio de formas y formalidades le digo tímidamente, ante el enjambre de revoluciones emocionales que me produce el colérico caos de su música, dijo solamente, yo, mi auténtico yo, no tiene nada más que decirle, muy tímidamente “Me gusta tu música”, con una voz de encanto extraño, desconocido, lo miro a los ojos, el más bajo de estatura que yo, espero su respuesta… “gracias”, casi con la misma complicada forma de no poder decir más, de, en realidad, no entender ni siquiera, exactamente, cual es la propuesta de la “escena”, o sea, el significado de ese tiempo cultural, y casi como abatido por un remolino de remordimiento tímido doy por sentado una sola clave, un único pedazo de información a lo igual, casi indescifrable… “puedo hablar con él (¿pero de qué?)”.
En ese entonces la duda de si la palabra podía realmente unirnos a nosotros como un grupo social variaba, recuerdo que una vez, en uno de esos espacios “románticos”, a mi subjetividad, en los que me junté con una auténtica punk y le dije, “me caes bien”, y ella, más enterada o más sintetizada que yo ofrece unas tajantes palabras, “ah ya, en este espacio puede decir eso, hay un lugar para todo”. Yo miraba a los lados, a los lugares, a los espacios: cuatro paredes, solo eso, todo está entre cuatro paredes, y pensé mucho en lo que me dijo esa singular punk, “¿hay un lugar para todo (¿y qué es el punk?)”.
En tiempos como estos, la mística puede ser producida, el misterio puede ser estético, el estilo, cierta y frecuentemente es lo único necesario, pero me tomó muchos años entender; y ahí de nuevo que la “escena”, es decir, esa cuatro paredes de concreto alquilados por nosotros eran ciertamente, lugares para darnos a conocer de cierto modo: Es decir, debería haber un cálculo ocurrente en cada acto libre que supuestamente profesábamos, quizás, y lo digo como una directiva para que lo asumamos, a pesar de toda la propuesta, una especie de formalidad punk, o por qué no, lo digo ya: una pose.
Era un ambiente declamado, donde, de alguna manera, hablar de política es ciertamente, lo diría interpretativamente, un fetiche peruano, una necesidad catártica de sentir las vibraciones removidas de un concierto, de un acuerdo, de una armonía. Y sí, todos estábamos dispuestos en creer en ese axioma de los principios y derechos básicos, pero quién sería el líder de este movimiento, del fetiche cultural de una canción política, quién callaba entonces. Y allí comprendíamos que, a pesar de todo, no era todo lo que nos importaba, sino, solo la emoción necesaria de la música para seguir adelante.
Entendíamos la referencia al arte en el modo, incluso, de nuestra forma de seleccionar imágenes para ese panfleto publicista que es el Facebook. Y pronto, nuestra forma natural de hacer publicidad de nosotros mismos, en ocurrencias formales, por decir algo, se apoderó de nosotros una lengua tan abstracta como contextual; es decir, cuando el énfasis importaba más que el significado de lo que decíamos. Y, es por ello que pudo ser que un lenguaje propiamente auténtico fuese eliminado. Teniendo en cuenta que no existe una percepción modelo para todos, que podría haberse agrupado en una heteróclita y heterogénea forma grupal y social de encontrarnos. Algo que se convirtió, como todo lo que suele convertirse en el sistema, en una forma de orden, de jerarquías, de personalidades, entre gente popular y otra impopular o desafortunada, gente incluida dentro de lo excluido, gente ida en la mancha de personas, gente genuinamente perceptiva de un diálogo cuyo código necesita disiparse, ¿de quiénes?, pues del resto.
Eso es lo difícil de entender, a mí modo de ver, pues, durante la época hipster o indie de mi generación, la gran mayoría, soñó con ser raro por un tiempo de su vida, soñó con vivir una época tan extraña, visceral, intensa, sensual, etcétera, como los 60s; solo que a todos nos pareció, creo yo, imposible de asemejar, y, antes de entender quizás demasiado bien la sencillez auténtica de nuestros sueños secretos, decidimos cortarles las cabezas; antes de poder entendernos, antes de poder manipularnos unos a otros, vía ese poder que tanto abominábamos, ese poder político, militar y económico en el que nosotros nos bufábamos, es decir, en clave interpretativa, nos “marketeamos”, o “marketeábamos” solo a los que estaban dentro de nuestro círculo (pues, hoy por hoy, el movimiento indie o hipster, del que mencionamos, es el que menos prevalece, desde los 60s, 70s, 80s, 90s, etc.).
Fuimos la cultura más “liquidada” que creo ha existido, la que menos influencia actual tiene. Aprendimos por el panfleto otorgado en redes sociales, y nuestros encuentros eran un código que sorteábamos, según nuestros intereses por las películas de Gregg Araki, Wes Anderson o Alfonso Cuarón. ¿Qué cosas podían compartirse, de qué modo, en qué tiempo presentarse otras o las mismas? ¿A quiénes, pues, quiénes eran los divulgadores? La respuesta es nosotros mismos, y quizás el mejor éxito que tuvimos fue el de sabotear el propio flujo capitalista de nuestro estilo, pues, en realidad hemos sido la generación que menos, a mi parecer, ha vendido en el mundo. Como dice la canción de otra banda, la de Santiago Barriga, The Muertos:
“Quiero escapar de mi nicho Quiero escapar a la gran ciudad”
Y de nuevo, en cierto modo, nuestro conocimiento sobre qué generación éramos podía demostrarse como un ataque emocional al sistema capitalista, un golpe a la fracción popular de la música. Queríamos escuchar, en realidad, música estupenda, pasar el rato, divertirnos, conocernos y reconocernos como parte de ese movimiento cultural, en que la escena, antes de la música, antes del silencio, había cobrado un telón urbano, una urbanidad mística de hambres y curiosidades, un despertar violento y salvaje, como si todos fuésemos perseguidos por una percepción del terrible milagro, pues, queramos o no queramos admitirlo, nosotros estábamos haciendo historia, una actualidad histórica al escribir nuestro propio mercado de consumo cultural; es decir, abrimos las rutas para poder leernos, poder escribirnos, poder expresarnos, poder informarnos, poder defendernos, etc. Nosotros tomamos, en esos tiempos, muchos espacios públicos y, también, utilizamos el Facebook como medio de información, fuimos una generación que creía en el beneficio de la tecnología, la autoproducción, la producción, la organización y el talento. También fuimos la generación que redescubrió muchos orígenes alternativos del punk, como por ejemplo la banda Death en Detroit, o incluso Los Saicos, en Lince, Lima. Fuimos esos curadores alternativos de todo tipo de arte, que se puede encontrar en internet, desde fotos vintage hasta noticias sobre posibles mutantes humanos.
Pero, de la misma manera que descubríamos, la gran mayoría, no yo, de todas las facetas del punk, el nuevo disco de Luis Guzmán se quita la máscara sórdida del lobo solitario urbano, y ahora es capaz de producir una canción tan optimista, a su modo, como “Gigante”. Aquí Luis Guzmán le dice adiós a toda esa adolescencia viciada por el cinismo, y ofrece una canción iluminada de rayos, montañas y tiernos recuerdos de un viaje, ahora reencontrados en una canción llena de significados positivos y constructivos. Sin embargo, como decía mi colega Kloaka “Lima es punk”, y para el nuevo público urbano, y clásicamente cínico, esa canción es la que menos gusta de todo el álbum. A mi parecer ese es un criterio errado del público, la voz de Roncagliolo, en esa canción, se sincera de fragilidad, añoranza, deseo, sensibilidad, es cantada desde un lugar seguro de la memoria, como un homenaje a la vida misma. En realidad, el título de esa canción hace eco en todo el disco. El disco tiene matices, tiene polifonía o el polivalente, a pesar de la sólida estructura ejecutiva en los instrumentos, la estética de la producción, el estilo, es el disco que abre y cierra escenarios, le pone un fin y un principio a las historias o sentimiento expresados, ciertamente es un fin de una época expresada, pero también es el inicio; y el comenzar de nuevo siempre es motivante, al menos como un lunes muy esperado. Y yo digo, casi irónicamente ¿qué lunes, qué inicio, qué novedad es esa? Será algo que perdura siempre asombroso, o un buen recuerdo, digo yo.
Ahora, ahora escucho el nuevo disco de Luis Guzmán. De tener un estilo de galopeo rítmico, pasan al sonido de un deslizar de profundidades por recorrer. Escucho que hay una magia única, madura, crecida y heterogénea en el nuevo disco. Canciones más pop, canciones alegres como “Gigante”. Sí, el artista, la expresión se sincera, hemos vivido muchas cosas malas junto a las nuevas, estamos contando, ciertamente, que también, si uno espera o cree que hay algo mágico a la vuelta de la esquina, como una invitación ineluctable, se da un nuevo goce, un nuevo baile. Eso, amigos, ya estaba dicho, hoy día no es el baile o el ritmo, hoy día es el espacio por esta nueva música, en pocas palabras, una historia que se puede escribir y leer, algo que se dice sobre nosotros, un accidente peruano, un gigante peruano. Ahora ya podemos ser raros, ahora sabemos que nos gusta escuchar nuestro rock, que nos gusta comprarnos a nosotros mismos. Hoy entendemos que buscamos saber más sobre la otra variedad de nosotros mismos, de entender que existen generaciones, que existen jergas, que existen círculos que a la hora de dar la ronda, han dado ronda en las calles; esos compromisos que nos dicen que la historia de esta historia puede producir un disco de rock alternativo. Ahora ese disco alternativo, que evoca los tiempos de lo hispter e indie, solo me hacen concordar con algo que quizás sea posible en ese caos expresado: El tiempo es un concierto.
Leonardo Bolaños, 24
de junio de 2025
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Este texto es trágicamente revelador y crítico de un presente que desconoce su piso en un pasado marcado por los sueños y acciones de una juventud que ha dejado su piel en el arte
ResponderEliminarGracias por la reflexión Lalita. Saludos Cordiales
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