Cuadraturas limenses. Ejes subculturales y bohemia quilquense
Fernando Cassamar
A Edgar Barraza Kilowatt
A Juan Ramírez Ruiz,
A Ricardo Quesada,
Y al Averno,
Inmemorian…
Debo confesar que
le debo mucho a los amigos ―a los que aún están, a los que se
fueron y a los que me queda por conocer― por lo que situacionalmente intento
aquí, a manera de sumas necrológicas y homenaje múltiple, reconstruir una
historia que pese a deprimirme me resulta urgente. Una historia relacionada a
cierta sensibilidad generacional e intergeneracional que de alguna manera fue
confluyendo en un tiempo y espacio que terminó por arrastrarnos; atrapándonos como
una suma de cadenas de acontecimientos que se fueron diluyendo en una red de memorias
textuales, que, a manera de líneas escritas y aún no escritas, se fueron concretando
y postergando, como Palabras urgentes
(Ramírez Ruiz dixit) que, de a pocos, abarrotaron las ideas de una época extraviada.
Sobre todo porque a pesar de los años y toda esa pasión en pos del cambio, en
pos de la desintoxicación del cuerpo y el alma, seguimos experimentando esa
suerte de náusea existenciaria, esa sensación óntica e individual que al ser
traspasada a lo social se fue haciendo política, para estallar ante nuestros
ojos como una realidad desbordada y cruel, que nos fue dejando ese saldo
aproximado de 70,000 muertos[1],
además de miles de discapacitados, en una guerra que terminó por alcanzarnos
cuando aún no la esperábamos o cuando aspiracionalmente la creíamos finita.
No obstante ello,
pudimos sobrevivir… sobrevivimos tratando de asirnos a lo poco que permanecía en
pie, que permanecía incólume para nosotros, mientras nuestro pequeño mundo se
caía en pedazos. Desplazándonos por diversos
puntos desde los que se fue gestando, a partir de flujos de bohemia y desvaríos
creativos, la complicada historia contracultural que ha caracterizado al espectro
de lo subte, movimiento que terminó por sintomatizar directamente las dos décadas
de violencia política en nuestro país; ligado también a lo que internacionalmente
se ha llamado, de acuerdo al nombre del libro de Douglas Coupland, Generación X, y que tuvo como correlato,
a fines de los noventas e inicio del 2000, una efímera revista denominada
también Generación X, que circuló y
se podía adquirir en los diversos puestos de periódicos de Lima. Ciudad en cuyo
centro lo subte interactuaba con sensibilidades análogas, pero sonora o musicalmente
ligadas al Heavy Metal, al rock
fusión o al rock progresivo; y que, no obstante las coincidencias conductuales,
territoriales y artísticas, debido a sus nociones o evasiones
político-estéticas, terminaron por excluirse, producto de poses no tan
conciliadoras y hasta enfrentadas entre sí , relacionado al carácter tribal e
intolerante que fue caracterizando a la subcultura underground, hippie o heavy en el Perú. Movimientos
responsables de imponerle esa imagen insólita, sórdida y dionisiaca característica
a la bohemia artística de la capital peruana.
Y, a pesar de lo
contradictoriamente fáustico de aquella (in)civilidad, cuyas pompas, durante
los primeros años de los noventas, resultaron coincidentes con aquella visión
spengleriana, retomada luego por Marshal Berman ―desde una idea tomada del Manifiesto comunista―,
de que “todo lo sólido se desvanece en el viento”; nuestra realidad socio-política-cultural
de los primeros años del noventa terminó por coincidir con el tiempo en el que
nos disponíamos a celebrar el centenario del nacimiento de César Vallejo, el
quinto centenario del Encubrimiento de América, el de José Carlos Mariátegui, acontecimientos
como el golpe del 5 de abril, la captura de Abimael Guzmán, el cambio de sexo
de Namín Timoyco, el desfloramiento de Keiko Fujimori, el debut homosexual y
zoofílico de Kenji y su perro Puñete, la risa de hiena de Melcochita, los besos
volados de Laura Bozo al doctor del SIN, las muertes y desapariciones forzadas;
y las noches interminables de alcohol, drogas, sexo de burdel y rock & roll.
Cabe decir que, además de la
contracultura musical y artística del centro de Lima, fueron también años en
los que, de alguna manera, se fue imponiendo la new age, esa suerte de tardohippismo cósmico ligado a la melodías
electrónicas de Vangelis, Jean Michel Jarre, Kitaro, Tomita, con su discurso ecologista-pacifista-naturalista-orientalista,
asonante ya a las evoluciones emotivas y depresivas de películas de culto como Azul profundo,
cinéma du look, posmodern de Luc
Besson, como sonido de fondo que fue marcando ese tránsito desde la
adolescencia de muchos, hacia la madurez artística e intelectual. Además de
convivir ―en el otro extremo o de repente en el nuestro― con la tecnocumbia,
estilo inocente ―si algo puede ser inocente en el Perú― que de ser expresión de
la cultura popular peruana o de la “industria cultural” (Adorno-Horkheimer ), devino
en el canto de sirena de las evoluciones rítmicas de la náusea, el crimen, el
robo, los psicosociales y la prensa chicha fujimontes(c)inista.
Otto Dix, “Tropas de asalto avanzando bajo el gas”, 1924 |
Así, desde una memoria espacio-temporal
edificada desde focos vivenciales distribuidos entre la cuadra 3 de la avenida
Nicolás de Piérola ―conocida como La Colmena― en las afueras de la Universidad
Villarreal y de la iglesia La Inmaculada; y el jirón Quilca ―palabra
quechua que en castellano significa “escritura”― y sus calles y locales
aledaños y colindantes a la Plaza San Martin; además de ejes esporádicos diseminados
en otros puntos importantes, como la ya legendaria discoteca No Helden, del
jirón Chincha, en cuyo local colindante con la avenida Wilson se llegó a
realizar el Primer Concurso Nacional de rock no profesional de 1987 ―que
tuvo como ganador al grupo post-punk Voz Propia, y en segundo lugar al grupo de
heavy metal Orgus―, que no obstante esa apertura, fue esencialmente reducto
del punk, del new wave, del dark o el rock alternativo; además de eventos
rockeros un tanto más abiertos, como Rock en Río Rímac o Rockacho; o locales de
conciertos como el Hueco, o la Peña Huascarán, en el jirón Camaná, y mucho
después El Averno, del jirón Quilca. Quizá también podríamos agregar a la lista
a Galerías Brasil, foco también de distribución musical. Espacios en los que se
fueron traspasando y excluyendo las sensibilidades temporales características a
los años 80s y 90s, que terminaron por aglutinar distintos movimientos intergeneracionales,
que experimentaron y sintomatizaron en carne propia ―con desaparecidos, muertos y
encarcelados―,
las dos décadas de violencia política y guerra sucia en el Perú.
La Colmena o el jardín de los senderos que se bifurcan
Se puede decir mucho de las
coincidencias conductuales y las diferencias estético-políticas de un período,
debido a las pugnas motivadas por el carácter tribal que fue caracterizando a
la subcultura underground limeña, afectada
sobre todo por las disputas entre hippies, subtes y heavymetals; movimientos
que fueron los responsables de imponerle esa imagen insólita, sórdida y
dionisiaca que fue caracterizando a la bohemia artística del Centro. Sobre todo
si recordamos los gloriosos finales de los ochentas e inicios de los noventas,
cuando solíamos deambular aún por los alrededores del centro, divagando entre
las cuadraturas históricas de nuestra derruida capital, y sus avenidas nocturnas,
sulfurosas y siniestras, como La Colmena ―la cuadra 4 de la Av. Nicolás
de Piérola― del sector que daba al
frontis principal de la Universidad Federico Villarreal y las escalinatas de la
iglesia La Inmaculada, intersectadas por el jirón Chancay y el jirón Cañete, además
del memorable y oscuro pasaje Peñaloza, al final del cual había una tienda en
la que solíamos abastecernos; mientras indagábamos, como peregrinos sin fe y
con nuestras sombras a cuestas, en torno a espacios nuevos para la evasión y el
exilio, en pos de nuevas vías para ese escape siempre soñado por Harry Houdini,
en pos de rutas nuevas para un exilio que nos hiciera sentir menos mierda.
Enfrentados como estábamos a la misma mierda sociopolítica, sintiéndonos como
Jack Nicholson, en Atrapado sin salida,
de Milos Forman, mientras nuestro mundo se derrumbaba; pensando únicamente en fumarnos
y bebernos el futuro; para estar así menos conscientes, más stones, más ebrios y más idiotas.
En aquella época la Colmena era aún
el desgastado centro vital de muchos, y nosotros solíamos juntarnos allí para
hacer música, conversar o solo para emborracharnos y escuchar algunos temas hasta
que el sol del día próximo nos desperezaba. Con vendedores de Long plays caletas ―entre
rock clásico, progresivo, blues, psicodelia o heavy metal―, entre los que estaba Alipio, gran amigo que tenía una
imagen de mariachi gordo y metalero, que, de entre los discos que vendía en su
carreta cuasi emolientera, alguna vez me regaló el Metamorfosis de Iron Butterfly y el Declares War de Eric Burdon, y de cuando en cuando nos hacía
escuchar Uriap Hepp, y otros clásicos del hard
rock; además de Walter Saldaña “El Borrego”, Carlos Axi y el “Cabezón”
Galicio, con quien trabajaban mis hermanos de música Denis Blas Almiro, que se
fue pronto, demasiado pronto y casi sin que nos enteráramos, y Ricardo
Figueroa, que no sé por dónde anda, pero de quien el Hippie Javier,
desaparecido también hace poco, siempre que nos encontrábamos, me daba
información ―a
veces creo que falsa―, como la última vez que lo vi, cuando estaba ya bastante enfermo
y tenía problemas en los pies.
Av. La Colmena |
Muchos bajábamos por el lugar, sin
importar si esta acción implicaba un descenso o ascenso hacia algo que
resultaba aún indefinido; como una costumbre iniciática o como pulsión
autodestructiva, mientras otros estaban guiados por el sucio afán del
coleccionista obsesivo. Y no obstante, en ese lugar no-lugar (Augé dixit), a
fines de los 80s formamos una banda ― efímera y proteica como tantas otras
de aquella época― de corte experimental, entre psicodelia, rock progresivo
y oscuro, a lo King Crimson o Iron Butterfly, con escapes a lo Wakeman, en la
que yo tocaba el teclado simulando el sonido oscuro de un órgano de iglesia,
junto a mis hermanos de la época: el flaco Ricardo Figueroa, alias “Lagarto”,
en la primera voz; Gerardo Fernández, alias “Jabalí”, en el bajo; Denis Blas
Rojas alias “Mazamorra”, en la guitarra ―con quien casi hasta el final solíamos
hacer música con nuestras guitarras de palo, emborrachándonos hasta perder la
conciencia―,
además del loco Richard y otros pocos que solían entrar y salir del grupo que
alguna vez acogió para sí el nombre de Botiquín, que solía ensayar en Paruro y
malograrse en el pasaje Peñalosa, y que tenía además, como punto de encuentro,
la carreta del Cabezón Galicio.
Se puede decir que salvo La Nave
de los prófugos, que se caracterizaba por tener izada una bandera negra de
pirata, además de exhibir un cráneo humano con una cresta mohicana entre su
merca, que era el reducto subte por excelencia, además de otros “microcomercializadores”
subtes y heavys, el ambiente de la Colmena de fines de los ochenta e inicio de
los noventa era un tanto más hippie o
clásico. Y ya desde la Colmena, recuerdo haber trabado amistad con Edgar
Barraza “Kilowatt”, siempre en el interior de esa casaca de cuero negro que
parecía eterna, con Nico de Eutanasia, con el Bowi, además de otros que siempre
bajaban por allí; quienes fueron despertando mi afinidad por lo subte, que derivó
en que asistiera a algunos conciertos fundamentales, en los que escuché por
primera vez al Kilo y sus recreaciones emblemáticas en clave de “Norteamérica
ha muerto, surfinyuesei” o “Johnny Huancayo”.
Para nosotros debió ser difícil
dejar de pensar en la manera en la que empezaba a podrirse nuestro mundo, que
para entonces continuaba circunscribiéndose ―a pesar de nuestros
desplazamientos aleatorios por los diferentes puntos cardinales de la ciudad― casi
únicamente al centro de Lima. Con el espacio de la Villarreal bendecido o casi
exorcizado por Juan Pablo II, durante su segunda visita el año 88, lo cual
aceleró los procesos diaspóricos desde aquel foco eminentemente
intergeneracional, en el que se congregaban, además de los subtes que bajaban
por el lugar, metals, hippies y progres, muchos de los cuales, cuando
desapareció el point hacia el año 92,
se fueron reubicando y aparecieron también por el jirón Quilca y su
prolongación, que cruza la avenida Wilson ―en Quilca 336 o 376― donde
hasta el día de hoy continúan vendiendo discos de vinilo y otras cosas más para
coleccionistas. En tanto los metals,
que siempre estuvieron por varios lados, continuaron con sus conciertos y actividades
en lugares mesocráticos ubicados entre Miraflores, Pueblo libre, Magdalena y
Barranco.
Durante aquella época, para
nosotros el jirón Quilca era aún ese lugar despreciable en el que ―según
nuestra visión tribal y antiintelectual― se juntaban intelectuales, hippies,
poetas y grupies poseros, y en el que pululaban aún, casi como leyendas vivas,
Hudson Valdivia, Juan Ramírez Ruiz, la gente de Kloaca, además de Piero Bustos
y el Negro Acosta, integrantes ambos del grupo de rock fusión Del Pueblo,
además de otras recuas de alucinados que solían caer por allí. Por lo que, entre
esos efectos contraculturales colaterales, fue emergiendo también aquella
noción cuasi religiosa, que se revelaba en esa suerte de aspiración secreta
hacia la “santidad del mal”, definida por Sartre en su Saint Genet, comediante y mártir, en la idea de una santidad al
revés y totalmente perversa, en cuya cúspide podría concentrarse la entidad
sádica del divino Marqués, pero, más precisamente, bajo el sino o la conciencia
de estar en el polo siniestro del mundo, ubicado a la izquierda de Dios padre,
de Dios y el Estado, como tal vez
pudo decirlo Bakunin, o en la idea
terminada de definir por Paul Verlaine, de Les
poètes maudits, pero desde un
malditismo que se concentraba en Quilca; no como tragedia de la creación, sino
como comedia ―como diría Karl Marx en su 18 de Brumario―
catalizada en la actitud posera de unos webas, cuyo “malditismo” de ventana o de fin de semana fue
caracterizando a la mayoría de habitúes de la fauna quilquense, haciéndose
representativos en sus variantes paródicas y burlescas de lo que se construirá
como la movida contracultural limeña de aquellos años.
El ruido, la escritura y la furia
En este sentido, tal vez nos
quede hacer aún una suerte de mapeo de las diversas zonas en la que se fueron
gestando, convirtiendo o derivando aquellos focos dinamizadores de cierta
contracultura artístico-musical limeña, ubicada entre la Colmena, en el
boulevard de libros del Jirón Quilca, en Pueblo Libre, Miraflores, Barranco o
en algún parque del Rímac, sobre todo en Quilca, lugar en el que terminé recalando,
debido a algunas invitaciones laborales de mis brothers Ricardo Figueroa y Pablo Rey. Además de cartografiar las
coordenadas subterráneas y todas las expresiones marginales, contestatarias y antimainstream que se fueron gestando en
la ciudad, desde un mapa imaginario construido en base a recorridos contraculturales
y sociopolíticos, que fueron dibujando rutas que confluyeron y se sucedieron
para nos-otros, en un eje atomizado en el centro histórico de Lima, que fue
convirtiéndose en el universo lírico y de supervivencia de marginales de todo
pelaje, como vendedores informales, drugos, dealers, apretones, asesinos,
mendigos, fanáticos religiosos, locos cagados del cerebro, ladrones, groupies, cabros, prostitutas, niños
aspirando terokal, entre hardcores-metals-chicheros, violadores, basurales,
travestis y harto olor a orines de los veranos limeños.
Así, analizado el período en una
línea de rupturas, sucesiones y reavivamientos en los que experimentar a la
mafia fujimontesinista fue implicando una suerte de descenso a los infiernos, la
experiencia de los noventas resulta una suerte de paseo desolador por aquella
suerte de submundo dantesco, pero sin Virgilio que nos guie por el camino menos
letal, menos pestífero y tóxico de aquel lugar que dé a pocos fuimos
aprendiendo a conocer como nuestro hogar, nuestro pueblo y nuestro país. Desde
un duro trance que nos dejó caminando a tientas por las pauperizadas y grises calles
de Lima, como Edipo tras arrancarse los ojos; infectos de esa sensación
terminal inyectada por la conciencia o sensibilidad de un fracaso personal y
social, ante el colapso de todo lo político y el desplome de todo lo social y
culturalmente tolerable, con lo poco de bueno que nos quedaba desmoronándose hasta
perecer. Mientras nos enfrentábamos a los eventos y catástrofes de un pasado
que se ha resistido a terminar, y sus nocivos remanentes en un presente que
alberga aún el sabor amargo de una inevitable condena.
Jr. Quilca |
Por ello continuo pensando que
los noventas sartreanamente fueron los años de la Náusea, como percepción existenciaria, pero también el de la Peste de Camus, como una retahíla óntica
en la que muchos sacaron provecho de la podredumbre, entre la una suerte peste
bubónica y neumónica camusiana, en nuestro Orán particular, que se dispersaba
por los cuatro puntos cardinales de la patria, con sus madrigueras de ratas
infectándolo y royéndolo todo. No sé si exista una acepción zoológica en el
calendario chino para denominar lo monstruoso, sucio y criminal en un mismo
tiempo y espacio; pero tal vez podamos replantearlo como una extensión o fusión
desde la noción de los años de la rata y de los cerdos, entre los salteadores,
chaveteros fujimoristas y la oligarquía delincuencial que, tras la reforma
velasquista, nuevamente fue excediendo su espectro licencioso hacia todo el
país. Para pensar también en el Perú de entonces como una representación masiva
de The animal farm de George Orwell;
como una suerte de teatro invisible dirigido por Montesinos, o El gran teatro del mundo de Calderón de
la Barca, en escala de tragicomedia, representada en el repugnante escenario
post autogolpe del 5 de abril del 92. Años
que nos enseñaron a tener La piel dura,
la piel tan dura como la del niño de la película de Truffaut, que cae desde muy
alto y queda totalmente ileso.
Nosotros caímos también desde muy
alto, totalmente stones, desde lo
alto de ese puente Villena, ahora reprimido que conocemos como nuestro país… y treinta
años después aún continuamos vivos. A pesar del proceso de metástasis de lo
social, desbocado en múltiples ramificaciones que empezaron a infectarlo todo,
incluso a la cultura popular; desde ramificaciones orientadas por los intereses
patrimoniales de aquella oligarquía semifeudal y semicolonial nucleada aún en
la Confiep. Por lo que, quizá resulte mejor asumir que los noventas fueron más bien los años de la
indiferencia, la del centro hacia sus periferias excluidas, que fueron años en
los que Lima recién se dio cuenta de que estábamos en medio de una guerra,
cuando ocurrió lo de Tarata en 1992, cuando atravesábamos ya algo más de una
década de conflicto armado interno. Con el horror detonando en el corazón mismo
de Miraflores, y los coches bomba acompasando nuestros días; sumado esto a la
actitud racista y racialista que fue construyendo nuestra buena conciencia nazional.
Pero no pudo ser de otra manera,
pues la destrucción de Tarata ―según la hegemonía masmediática de los
diarios chicha de Montesinos y la de El
Comercio―, debió indignar incluso a
la gente del cerro Candela o a la del cerro el Pino ―espacios habitados migrantes
económicos o por desplazados obligados o forzados por la guerra interna, personas
que arribaron a la ciudad de Lima buscando preservar su vida porque en el campo
la guerra ya los había alcanzado. Y sobre todo porque para entonces ya habíamos
interiorizado aquello de lo necesario y urgente que era indignarse por las
pérdidas de los ricos, porque esa era una forma sublimada de demostrar nuestro
amor a la patria. Reforzando así, una actitud que devino luego en el corpus temático de las ONG, el leiv motiv de la burguesía fujimontesinista, con sus empleadores
correspondientes a una oligarquía financiera posreforma, constituido en un bloque
social, “mediado” por las aspiraciones y afanes tibios y discordantes de la
izquierda caviar.
En este sentido, tal vez no baste
con intentar definir a la generación que correspondió a los noventas con el
rótulo con el que Gertrude Stein catalogara a la generación de escritores norteamericanos
surgidos en el período de entreguerras ―Hemingway, Faulkner, Pound, Dos Passos
y Steinbeck―, como Lost generation o Generación
perdida ―rótulo que también dio nombre a la banda de Ricardo Espinoza
“Morgue”―, generación también de entre y post guerra, pero más bien de la
guerra interna peruana, condenada a múltiples privaciones, violencias y
sacrificios, arrastrada hacia la desesperación y el horror ante un futuro que
se revelaba, solo en algunas breves ocasiones, como alentador, pero casi
siempre nefasto. Por lo que quizás sea mejor decir que durante todos esos años
habitábamos en el Jurasic Park del
centro de Lima, y que, no obstante ello, pudimos seguir, bregando, resistiendo
y asumiendo nuestra conciencia de ser una, una generación perdida y
sacrificada, o tal vez más aún, una generación convertida en carne de cañón y
pasto de los barones de la perversión y el crimen, de totalitarismos amarillos
y de procesos de apolitización y estupidización que produjeron las barras
bravas y toda esa devoción imbécil por el fútbol y la Coca Cola, con eso de
“siempre rojo y blanco siempre…”, como canon continuo que era celebrado
mientras teníamos como telón de fondo la relación homosexual y siamésica de
Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.
Así, las visiones reguladas por
la feroz maquinaria de anulación y estupidización poblacional, desplegada por
el fujimontesinismo, que fue comprando los medios masivos de comunicación, e
imponiéndonos la prensa chicha, fue erigiéndonos reactivamente como un foco
contrahecho y psicodélico de resistencia ―pero de resistencia y rebeldía
al fin y al cabo―, resistencia enclaustrada aún en un tiempo y un espacio
que no terminaba de modelar nuestra breve y envejecida adolescencia; cuando aún
teníamos como exclusivo eje de operaciones a la avenida La Colmena ―en el
frontis de la Villarreal y la iglesia La Inmaculada―,
con sus veredas y escalinatas franqueadas por carretas de madera en la que se
comercializaban casetes y discos de vinilos para melómanos y coleccionistas. En
tiempos de terror, guerras y distopías, como los ochentas, pero transformados
además en períodos de guerra sucia y desapariciones forzadas.
Fernando Cassamar. De la serie: “Peligro hombres trabajando” 2004 |
De ahí que tras el arribo del
fujimorismo, desde muchos lados del país, fue emergiendo ―también entre
nosotros―,
como ínsulas contrahechas, ese tono excrementicio en su sentido máximo,
dejándonos en su hedor estelas repugnantes de neopopulismo caudillista. Pero no
solo eso, pues al fujimorismo de los noventas le debemos también lo más
nauseabundo que seguimos experimentando como país. Década en la que la política
de estupidización y despolitización popular derivó en el boom de las barras bravas, de las pandillas juveniles, de los
programas de chismes y realitys
basura como el de Laura Bozo ―personaje que le debemos al barón del accionariado
difundido Ricardo Belmont Casinelli―, además de toda la podredumbre que aún nos
acompaña, como los programas de
tracas y de chismes de medio día y de las noches; instaurándose toda una epidemia
massmediática, que fue revelándonos la
pulsión autodestructiva de un amplio sector de la población, aún hoy complaciente
y sumisa ante las bravuconadas malolientes del fujimontesinismo supérstite, que
redivivo aún, continúa impulsando el continuo proceso de envilecimiento y descomposición
nazional.
Y, a pesar de todo ello, sabíamos
que se venían tiempos aún más difíciles para el país, para la cultura y para todas
las apuestas teatrales, musicales y poéticas; y al desaparecer el ambiente
contrahecho de La Colmena, muchos terminamos por confluir en el jirón Quilca,
calle que en su pasado prehispánico había formado parte de la red de caminos
inca, denominado Qhapaq Ñan. Y
empezamos a hacer también algunas cosas por allí, como antes, también entre
delincuentes, prostitutas, vendedores diversos, además de poetas y músicos de
diferentes tipos. Sobre todo porque el futuro había terminado de prefigurarse
como una suma de catástrofes, con el colapso de lo social-político y cultural sucediéndose
hasta empañar nuestro horizonte; con el espectro de lo musical, literario y
cultural ―en
el espacio de lo contracultural-popular― tensionándose hasta terminar por enfrentarnos
a nosotros mismos ―entre los que se oponían al establishment y los que lo defendían.
Así, desde actitudes y espacios marginales,
se continuaron congregando experiencias poéticas, seudopoéticas y extrapoéticas,
además de las musicales y extramusicales, que fueron refrendándose, a veces de
manera insultante, en una tradición post-política que fue haciendo de la
asociación “cultura de masas - cultura de desinformación” un asunto vulgar a
reproducir, difundir y diseminar, a la manera de cortinas de humo de hachís entre
las masas sonambúlicas de la Lima tradicional y en ruinas. Lo que fue ubicándonos
en un lugar incierto, como supervivientes de un mundo colapsado post caída del
Muro de Berlín, tras el glasnost y fin
del socialismo real soviético; asumiendo esos golpes duros del pensamiento
único y la ideologizada globalización monocultural, como andanadas que
intentábamos devolver con fuertes cross
de izquierda, pero de la izquierda lacaniana, lateralidad que pulsionalmente se
resistía a terminar; mientras esperábamos una nueva primavera del 68, tras ese negro
5 de abril que empezó a presentársenos como el mes más aciago, deprimente y oscuro
de 1992. Intentando conspirar solo para no sentirnos unos decembristas o quizá mílites
de Naródnaya Volia, intentando levantar
su bandera antes de ser ahorcados.
Y fue en ese trance, cuando ya habíamos
superado nuestro inicial recelo hacia la fauna intelectualoide quilquense, que hacía
un lustro que el jirón Quilca había desplazado al oscuro y silencioso pasaje
Peñalosa, como el lugar en el solíamos hacer música guitarra en mano,
emborracharnos y pepearnos hasta terminar anestesiados, temblando de frío y hasta
quedar dormidos en cualquier calle, esquina o parque de la ciudad. Y así, los
días se fueron convirtiendo semanas y meses de resistencia, de insurgencia contracultural
y de organización de innumerables movidas antifujifacistas, las que
autogestionábamos sacrificando incluso nuestros deseos.., dejándonos incluso
sin dinero para la combi, o quizá para mucho más. Mientras nos repetíamos, a la
manera de Benedetti que “El día o la noche en que por fin lleguemos / habrá que
quemar las naves”. Sobre todo porque, de a pocos, empezábamos a sentir que se
nos avecinaba ya, como espejismos fragmentados y a manera de fatas morganas, lo que en la estrofa de
la Internacional de Eugène
Pottier, se nos presentaba como “la lucha final”, aquella lucha final, como la gesta
en pos de un país libre, que se realice en un mundo libre.
Principio de repugnancia como razón suficiente
Se ha dicho que los noventas han
sido los años de la violencia, divididos como estábamos entre celadores,
castigadores, asesinos y víctimas, entre carcelarios y prisioneros; años en los
que gran parte de los peruanos, percibidos como lastres para el progreso, eran esterilizados
para que su población no aumente. Pues aquella oficialidad contrahecha de la
época, consideraba que para acabar con la pobreza había que evitar que los
pobres se reproduzcan, para reducir así, según su lógica racista, las taras de
la miseria y la sobrepoblación que ha agobiado al país. Sumidos como estábamos
en una suerte de industria josefmengeleana del control de la vida y de la
muerte. Una historia que tenía como sujeto protagónico al Grupo Colina, como
objeto protagonista un horno para “hornear” pan, ubicado en el centro de
nuestro particular Pentagonito, que de cuando en cuando horneaba también cuerpos
humanos, o tal vez esa era su única función, sin que aparentemente no le
importase a nadie.
Se ha hablado también de nuestro supuesto odio, pero el odio, como una suerte de antiamor, es obsesivo y hace que uno no pueda vivir tranquilo si no se piensa en el mal del otro; para nosotros el fujimorismo y su característico “terruqueo” fue definiéndose más bien en términos viscerales de abominación, sobre todo porque el organismo solo reacciona en cercanía, en proximidad y presencia, derivándose más reactivamente que obsesivamente, como “principio de repugnancia” como razón suficiente para la acción, para la conspiración.
Se ha hablado también de nuestro supuesto odio, pero el odio, como una suerte de antiamor, es obsesivo y hace que uno no pueda vivir tranquilo si no se piensa en el mal del otro; para nosotros el fujimorismo y su característico “terruqueo” fue definiéndose más bien en términos viscerales de abominación, sobre todo porque el organismo solo reacciona en cercanía, en proximidad y presencia, derivándose más reactivamente que obsesivamente, como “principio de repugnancia” como razón suficiente para la acción, para la conspiración.
Y no obstante ello, tuvimos que continuar, continuar escribiendo,
componiendo y produciendo desde la más absoluta precariedad, material y
anímica, sin nada que nos inspire ni nos rescate de los bordes de ese abismo
particularmente peruano, pendulando entre la disyuntiva de hacer música o la de
volarnos los sesos… Sobre todo porque se nos estaba sacrificando, se nos estaba
arrebatando la juventud y el futuro. Enfrentados entre aquella visión de la juventud
como “divino tesoro” de Rubén Darío, y la Chanson
de la plus haute tour: “Juventud ociosa a todo servida / por delicadeza yo
perdí la vida”, de Rimbaud; pero con una juventud contradictoriamente tan masiva,
tan rebelde y multitudinaria cuando protesta, tan transgresora y hasta parricida
cuando sale a las calles, pero que suele asumir toda manifestación o revuelta como
una réplica de Woodstock; desde marchas
que suelen terminar dionisiacamente en bares de moda, celebrando jornadas
auspiciosas que llenaron calles y plazas públicas, pero se presentarán siempre
como promesas; para notar luego, que durante los últimos años hemos estado
perdiendo, nos han estado quitando casi todo; pues tras las pugnas electoreras,
debido a su irreverencia, estos terminan por pegársela el día anterior, y así la
resaca y la flojera terminan por inhibirlos del voto. De ahí que últimamente nos
han estado sobrepasando en todo. Pues al final los únicos que cumplen patrióticamente
con sus responsabilidades “cívico-democráticas” son los ultras y fachos; pues,
tan disciplinados y comprometidos como están para que el país siga siendo la misma
mierda que cotidianamente es, y que se hunda cada vez más en el estiércol de los
intereses económicos de sus capataces y patrones, son capaces de sacrificios
infinitos. Por lo que mientras los nuestros duermen, ellos se levantan
temprano, toman el desayuno y religiosamente salen a votar.
En ese sentido, “No hay nada
nuevo bajo el sol”, (Eclesiastés 1:9) sobre todo si asumimos ese sol invictus como horizonte, y la luna
como compañía nocturna, sin que obsten las visiones reguladas por aquella
maquinaria de anulación, estupidización y basurización colectiva. Pues a nosotros
se nos ha intentado esbozar la imagen de una generación contrahecha, abortada
por la desesperación, el horror y el desasosiego ante un futuro que solo algunas
veces se ha vislumbrado como alentador; desde un proceso aciago e incierto de
devastación, que fue arrastrándonos hacia el paredón simbólico de fusilamiento.
Y sin embargo nadie se atrevió siquiera a decirlo, a murmurarlo, mientras nosotros continuamos
bregando a pesar de que ya sabíamos que cada vez encontraríamos menos manos
amigas que nos ayuden a sopesar la sensación de vacío, aquella sensación
terminal ante la podredumbre iniciada en los noventas y sofisticada luego en
los 2000 por los mass media al
servicio del poder. Pero nadie se atrevió a murmurarlo siquiera, o quizá solo
no atinamos a decir que generacionalmente nos estaban matando, simbólica y
fácticamente.
Y así se sucedieron los días, las
semanas y los años, desde instantes en los que ya no teníamos “piedras” y ni
siquiera papel risla para escribir ni
para armar nada; como se fueron escurriendo, como simiente entre nuestros dedos,
las ideas de aquella novela eterna en nuestra patria. En un punto en el que el
fujimorismo y su política de despolitización e inmundicia, se fue diseminando
hasta corromperlo todo, envileciendo con su repugnancia hasta lo poco querido
que nos quedaba aún; haciendo fermentar con su presencia, aquella estrategia de
estupidización y lumpenización social que incluso llegó a cooptar a las bellas
artes en su proceso. Por lo que los comentarios de la intelligentsia artística de los noventas ligada a la Escuela de
Bellas Artes o la Católica, iba también en ese sentido. Distantes ya de las
articulaciones sociales y políticas del pop
art de la generación inmediatamente anterior, como la de Los Bestias
(1984-1987) —ligado a la Facultad de Arquitectura de la Universidad Ricardo
Palma, posteriormente, reagrupado en Taller NN (1988-1991)—, pues desde su
limbo creativo, asumían que se debía de condenar todo lo que estos idiotas
consideraban “politizado” o “denso”; con lo “politizado” y “denso” presentado
como un juicio estético negativo; mientras priorizaban lo estúpidamente lúdico
tras enarbolar como vanguardismo propedéutico y plausible, las derivaciones del
pop art y el “pop achorado”[2],
apreciado desde sus miradas alpinchistas y acordes a la lógica del sistema, con
sus líneas creativas domeñadas bajo las estelas de revistas más o menos
formales y asonantes al establishment,
como Art-motiv o Arte marcial, además de otras alineadas a las directivas con las
que el fujimontesinismo, desde la prensa chicha, fue articulando sus políticas de
normalización del proceso de descomposición nazional.
Durante aquella época, también
sabíamos que Albertito era el gay pasivo, porque su sonrisita ladina no era
nada varonil… pero la prensa contracultural también calló de manera cómplice, y
ni Poetas del Asfalto ni Prosa Procaz ni El poste dijeron nada, mucho menos el fanzine Esquina, encargada en banderearse con sus ínfulas mediáticas
ligadas al rock nazional. Por lo que supongo que si Hannah Arendt hubiese sido
peruana, nos hubiese hablado también de aquella “banalidad del mal” nazional,
pero no la de los nazis ancianos, que hasta te podían inspirar lástima y
ternura, sino la del (total)itarismo encarnado en aquella lógica repugnante de
tracas, vedettes y “cómicos ambulantes”, en la que las muertes masivas, como la
de Chungui, Putis, Cayara o de la Cantuta y Barrios Altos, si es que eres un
patriota que sabe cantar el himno y ponerse la mano en el pecho, hasta te
podrían causar gracia y parecer encantadoras y glamorosas; como lo era para las
viejas pitucas retratadas en las tiras cómicas de Alfredo, publicadas en el diario La República de aquellos años.
Quilca, el espacio en el que las conciencias se multiplican
Yo no solía ir a los conciertos
subtes porque la mayoría de las cosas que allí se hacían no me parecía música;
y me reunía aún con los amigos de aquella banda esporádica que se alucinaba entre
progre y psicodélica, pero que al final terminó de desaparecer, como tantas
cosas que fueron sucediéndose y desvaneciendo durante aquella época; como todo
solido que se desvanecía en el viento del Manifiesto
marxista ―que
también hojeábamos durante esos años―, mientras intentábamos comprender
nuestra agobiante realidad para ver si podíamos cambiarla o simplemente retorcerla.
Durante aquella época Kilowatt,
era un amigo cada vez más cercano, sobre todo desde nuestros encuentros
nocturnos del boulevard Quilca, reuniones aleatorias que tenían como eje el
centro del pasaje que daba al stand en
el que trabajaba el Hippie Javier Raymundo, el “Pelícano, gran conocedor de
música y guía imperdible para melómanos preocupados, don Peli, según el
tremendo guitarrista y amigo Marcos Urtecho Garro, “el Papa”; lugar en el que nos
juntábamos a conversar escuchando música y sobre todo hacer algunos tragos. En
encuentros por lo general felices, aunque otros no tanto, como una de esas
noches en las que el Kilo me contó que su anciano padre padecía de cáncer al
estómago y que él debía cuidarlo en el hospital, y yo le respondía que la vejez
era una mierda, que había pasado lo mismo con mi abuelo que había sufrido mucho
antes de partir; por lo que terminé proponiéndole un brindis, diciéndole que
había que morir jóvenes para no sufrir… y él lo repitió.
Frontis de lo que fuera el Averno. Ricardo Quesada, el primero de la izquierda |
Luego de ello, Kilowatt se iría a
la Argentina, y a su regresó ya le pudimos notar ese tumor o bulto que tenía en
el cuello y que solía cubrir con un pañuelo cuando bajaba para encontrarnos nuevamente
en el centro. Después se fue nuevamente a la ciudad portuaria de los argentos y
no supimos más de él. Muchas veces recordé el episodio del brindis tras
enterarme de su luctuosa muerte en Argentina, en enero del 2001. Quien me avisó
de su partida fue Ricardo Quesada, nuestro “Charly García”, el Charlie más
grande que Charlie Hebdo, quien me
dijo que estaban organizando un homenaje-concierto para el Kilo, en la casa
Yuyachkani, y me invitó a hacer una intervención plástica en el lugar. Fuimos a
conversar de ello con Montaña. Recuerdo que cuando llegué a la Casa Yuyachkani,
no había un espacio adecuado, y quien me facilitó un espacio, a manera de
periódico mural grande, fue Fidel Melquiades, artista plástico, luminotécnico y
escenógrafo de Yuyachkani, quien me jugó ese poema extenso atribuido a Borges,
“El árbol de los amigos”, que yo puse, a manera de collage, con algunas imágenes de guerra, además de las huellas de
las palmas de dos manos, que en una de ellas decía “hola” y en la otra “adiós”.
Recordaba la idea de las palmas de
las manos y las líneas de “destino” formando una “M” en el centro, porque lo
había conversado antes con el poeta gastarbeiter
hispano–alemán José Oliver, que me decía que en ellas están inscritas el
principio y el fin: la M de madre y la M de muerte. Algo que yo simplifiqué en
un simple “Hola, Adiós”, que debió gustarle mucho a Fido, pues después de ello,
solía invitarme a los ensayos y algunas obras de los Yuyachkani, y de cuando en
cuando, con otros amigos, lo visitábamos en su depa para almorzar o para hacer
algunas chelas en las afueras de su hogar. Creo que la amistad surgió sobre
todo por aquella asonancia que había entre la simbología de mis trabajos de
aquellos años, y los que él diseñó como escenografía derivada a la performance,
para su grupo Yuyachkani, a inicios de la década del 2000, como Hecho en el Perú - vitrinas para un museo de
la memoria (2001) y Sin título, técnica mixta del año 2004, sobre todo con
los que incluí en la muestra “Acta de resistencia”, que hice en el Averno el
año 2000, y “Mi país…” hecha en el Palais Concert el año 2003.
Alguna vez me invitó también a
ver el Halcón de Oro “Qoriwaman”,
trabajo del 2010 dirigido ya por él, y me pidió un comentario sobre la
iluminación, el sentido espacial, atmosférico y simbólico de la puesta, además del
tempo sonoro y energético de su trabajo. Creo que le hice un comentario tomando
como referencia el texto “Sobre el teatro de Marionetas” de Von Kleist, en la
idea de ese centro de gravedad que hacía que ese catre de fierro viejo,
flotando en el aire, evolucione y se transforme en un helicóptero o en un
tanque de guerra tras las acrobacias del actor. De allí lo vi otras tantas
ocasiones, y algunas veces lo visitamos con otros amigos. Recuerdo uno de sus
comentarios hacia mi trabajo iba en el sentido que había mucha violencia y
cosas negativas, y que las personas necesitaban cosas “esperanzadoras”, a la
que respondí con mi descripción pesimista y oscura. Yo no sabía que para eso él
ya sabía que tenía cáncer y que estaba desahuciado. Y hacia el 2012, casi en
sus meses finales de vida, puso una obra que dirigió personalmente, Atemperados (2012), trabajo que no pude ver,
a pesar de las ganas que tenía de hacerlo. Y en ese trance el gran amigo Fidel
Melquiades terminó por irse… y se fue también con él, el 50% de lo que había
sido Yuyachkani… como también se había ido antes el Kilo, como Juan Ramírez
Ruiz o como todos lo haremos en algún
momento.
Uno debería aprovechar absolutamente
la presencia de los amigos y esa generosidad desmedida que algunos trashumantes
de este mundo despliegan con su eufórico paso… pero no siempre resulta así.
Juan Ramírez Ruiz, el poeta alfagramático y horazeriano había hecho ya antes ese
diagnóstico contundente en sus “Palabras urgentes”, manifiesto de Hora Zero
publicado en su libro vanguardista Un par
de vueltas por la realidad (1971), texto que podría leerse, más que en
clave de grupo, en clave intergeneracional. Pues Juan describe allí un contexto
que para entonces ya empezaba a hacerse conflictivo; contexto en el que la
realidad ya no suponía un refugio para nadie, además de esgrimir una consigna
que hago mía en este escrito: “Si somos iracundos es porque esto tiene
dimensión de tragedia. A nosotros se nos ha entregado una catástrofe para
poetizarla”. Podríamos definirnos por ello también como una generación de la
ira, que fue aniquilada o embrutecida con sus efectos diaspóricos, por el
mundo.
A Ramírez Ruiz lo conocí también
en el barrio bohemio de Quilca, fue el compañero de sonrisa afable que gozaba
de mucha simpatía entre los más jóvenes, el tío amable que en algunos
conciertos solía el más revoltoso de entre todos los muchachitos; pero sobre
todo el amigo dadivoso de los encuentros nocturnos, que a inicios de los
noventas solía compartir caña o cerveza en los bares y tiendas aledañas al
Jirón Quilca y Cailloma. Recuerdo que lo encontré hacia el 2000, en días en los
que nos habíamos enterado de la muerte de Josemári Recalde, un poeta
transitorio como tantos otros, y, mientras bebíamos, Juan recordó algo
consternado aquellos versos tantas veces celebrados del poeta John Donne: “la
muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad”, proponiendo
un brindis por el libro que nos dejó Josemári antes de morir. Pero luego de
toda esa energía vendrían sus años de crisis, sus desapariciones continuas que
se explicaban luego por sus viajes inesperados hacia Chiclayo, su ciudad natal.
Y quizá debido a la desprotección y a la falta de solidaridad de nosotros sus
compañeros, Juan terminó por perderse definitivamente el 2007, embarcándose en
ese viaje de no retorno, sin homenajes ni despedidas ni abrazos ni lágrimas de
adiós que lo acompañaran hacia su última morada; pues, tras ser arrollado por
un bus interprovincial, terminó enterrado como “NN” en el cementerio Parque
Eterno de Huanchaco, para ser identificado solo ocho meses después.
Un anonimato que tal vez él no hubiese
desdeñado debido a su personalidad reticente a todo exhibicionismo, exhibicionismo
característico a todos sus pares horazerianos, kloaquerianos y largos
etcéteras. Alguna vez me comentó su idea de publicar aunque sea una breve
selección de sus nueve libros inéditos, material que pude rescatar pero debido
a una torpeza no lo hice. Ahora todos esos libros están perdidos, al parecer
para siempre, desencadenando con todo esto, los signos claves de esa gran
nostalgia que ha ido embargando a la nutrida y necrófila bohemia quilquense. Años
en los que las calles de Lima no terminaban aún de adquirir ese ambiente
sulfuroso que se iría haciendo cada vez más grave con los intentos de
perpetuarse en el poder de la dictadura fujimontesinista; algo que fue
determinando aquella cruzada nuestra en pos del pan y la belleza, y la belleza
y la libertad.
Cabe decir que para entonces, ya
hacía más de una década que habíamos empezado a coincidir en eventos de
activismo cultural, contracultural y paracultural, o en borracheras nocturnas que
tenían como eje al denominado “Boulevard de la cultura” y a sus calles
aledañas; además de aquellos encuentros con Piero Bustos y Juan Benavente, en Chosicarte; con Mary Soto, Iván Yauri,
Federico Torres, Domingo Becerra y César N en Liberarte o festival de arte integral contra la dictadura fujimontesinista,
que hacia 1998 y 1999 empezaron a sacar adelante Mary Soto, Iván Yauri, Federico
Torres, además de otros que activaban también con el colectivo Octubre. A César
N lo conocí en este trance, desde inicios de los noventas, años en los que
reconocí a “Killowatt”, a Raúl Montaña, a Piero Bustos, a Juan Ramírez Ruiz, a
Ricardo Quesada, a Domingo de Ramos, a Richi Lakra y a tantos otros que se fueron
convirtiendo, como nosotros, en habitués y parroquianos de la contracultura
limeña. En aquella época también un tal Paco Vicente, promotor de La Nave de
los prófugos, solía organizar tocadas y pagarle luego a los músicos ―sobre
todo al buen Piero Bustos, que en aquella época empezaba a cantar ya Fujifer…
Fujifer―
con media botella de un líquido extraño que parecía una mezcla de emoliente con
alcohol metílico y naftalina, y que Piero, generoso como siempre, como trofeo
de guerra, solía compartir con todos los que se apuntaban.
Desde aquellos años hasta ahora
algunos poetas y amigos empezaron a irse, como se fue el 2005 Betto Maya, loquillo fundador
también de Poetas del Asfalto, y al que solía ver con mucha simpatía, sobre
todo cuando era atacado por esa suerte de Resplandor
―a
la manera de Jack Nicholson en la película de Stanley Kubrick― que
lo llevaba a irse contra cualquier cosa que tenía en frente; como se fue luego Ricardo
Quesada el 2011, tras intentarse en ese frío invierno huancaíno, a la manera de
Alfonsina Storni, o como se fue también el poeta y amigo José Pancorvo, a quien
recuerdo también de los brindis que tuvimos en las calles de Quilca, con la
gente de Poetas del Asfalto y botellón de luka libertario incluido; y a pesar
de su referida veta tradicionalista ligada a esa asociación de terrible nombre:
“Tradición, Familia y Propiedad”, era bastante abierto hacia la grey anarquista
quilquense, y hasta llegó a declamarnos una de sus odas a la bandera negra. Como
se fue Denis Blas Almiro, compañero de banda que solía prestarme los
instrumentos para que ensayara durante algunas semanas; como se fue el hippie
Javier… César Ramos, y tantos otros que no sabemos, o que revienen cual ave
fénix, como el Primo Mujika que reapareció luego de que habíamos “celebrado” su
velorio y al que se le había hecho un número en homenaje a su desaparición, o como
Juan Carlos Grimaldo “Mascarita”, que desaparecía y reaparecía siempre cual
Matrix recargado con abrigo largo incluido.
A Pancorvo lo recuerdo también de
nuestros encuentros en el bar Don Lucho con los amigos de siempre. Fue un escritor
esquicito y políglota brutal que durante sus últimos años se dedicó a aprender
chino mandarín, para referenciarnos en una de esas noches ebrias que la
escritura correcta de Mao Tse Tung era Mao Zedon, además de las noches o
encuentros en galerías de arte o en bares, en uno de esos en los que me obsequió
su libro Estados Unidos Celestes –
Aerodinámicas a la Poesis Mystica (2006), mezcla extraña de poesía medieval,
neobarroco y vanguardismo de aires posmodernos, veta que podría comprenderse
debido a su fascinación por la poesía mística, además de la figura de Martín Adán.
Tal vez pueda sonar injusto este intento de definición crítica o clasificación
parcial que pueda hacer de su poesía, pero menciono solo lo que se me vino a la
cabeza tras leer las primeras páginas del mencionado libro, con lo que se me
fue prefigurando a un autor de versos arcanos pero de frescura vital, que partió
también el año 2016, víctima de cáncer.
Ricardo Quesada, Edgar Barraza “Kilowat” y Juan Ramírez Ruiz |
Debo confesar que empecé a leer
en recitales de poetas borrachos (Velorio dixit), gracias a las continuas
invitaciones de Ricardo Quesada, que solía organizar recitales como Desakato, y luego los encuentros con los
poetas Fernando Laguna, que empezó a publicarme en Prosa Procaz, con Richi Lakra de Poetas del Asfalto, con Juan Carlos Grimaldo “Maskara”, que sacaba
el fanzine El Poste, y bastante
después con Carlos Barzola, el “Chino Velorio”, que empezó a sacar Libelo Falaz o Christian Portocarrero
que sacaba Muertos de hambre. Demasiados
elementos como para no sentirme parte de toda una movida que de alguna manera
movilizaba también Ricardo Quesada, poeta y activista que para nosotros fue esa
suerte de Hermes mitológico que solía aparecer en las encrucijadas para
sacarnos del ensimismamiento y la incertidumbre, y llevarnos por los caminos menos
turbios, en recitales y eventos que solía organizar entre el Averno o el bar
Yacana, sobre todo durante esas tardes que languidecían y hacían renacer las
sombras, como escribiera en uno de sus poemas, parafraseando las líneas de aquella
canción tradicional Moliendo café. Pero
nada de eso importaba cuando experimentábamos aún el horror de deambular por
las gaseadas calles de Lima, la de los noventas y la del 2000, sobre todo
durante la denominada Marcha de los cuatro suyos, cuando la necesidad de una mano
amiga que nos ayudara a elevar nuestra bandera, oscura como cuando el negro sol
de la melancolía de Nerval, apremiaba.
Así, en un contexto en el que nadie
sabía cuándo los caminos convergirían, se cruzarían o simplemente se
intersectarían, como el punto entre las dos líneas del plano euclidiano, con las
calles y los centros culturales abriéndose hacia la rebeldía, la música o la
poesía subte; desde una lírica que se fue tornando cada vez más insurgente,
mientras se cernía nuevamente la larga noche de los quinientos años, sumada a
nuestra voz y a aquel contexto noventero que fue infectándonos de aquella
tristeza fronteriza y psicótica, debido a esos inviernos interminables de Lima la
gris y sulfurosa; en una ciudad gaseada y plagada de aquella vitalidad sepia y
rebelde que aún nos acompañaba. Ambiente en el que Ricardo Quesada solía
regalar sus textos de “poesía-collage” a la gente cercana o simplemente a los
que le simpatizaban; afirmando con ello esa suerte de mito personal: la leyenda
del poeta reacio a la publicación de libros, y que había encontrado en los
collages-fotocopia una forma honesta de difundir su poesía. Leyenda personal que
se fue incrementando con cada Dezakato
que trabajaba y repartía bajo el
“sello” La cucaracha que anda, y con cada publicación u hoja que obsequiaba, para
darle un tono diferente y particular a su lírica.
No obstante ello, el personaje
renuente a las publicaciones en forma de libro, que siguió compartiendo sus poemas
con los amigos vía email tras su viaje a los Estados Unidos, llegó a publicar
su primer y último libro Blue moon of
Kentucky, que también recibí como obsequio. Y así, tras el desencanto
compartido de aquellos días, desde días que fueron convirtiéndose en odas desgarradoras
en favor nuestra “amada” patria ―cuando el centro era aún nuestro único
espacio vital, y nosotros íbamos edificando con sudor y sangre los márgenes
subculturales de nuestra devoción―, desde cada lectura, desde cada
tocada o cada fanzine o publicación que heroicamente sacábamos. Y no podía ser
diferente, y lo habíamos dicho mientras nos enfrentábamos al horror nazional
del fascismo fujimontesinista y a su mafia y sicarios; congelados y
asfixiándonos como estábamos aún durante ese 27, 28 y 29 de julio del 2000, y como
ahora, cuando la primavera y el verano aún nos agobia. Sobre todo porque su
consigna “Strange days indeed” o “Prohibido suicidarse en primavera” ―poema que
dará título al libro objeto que luego sacará Fernando Laguna en homenaje
a Ricardo Quesada― nos sigue increpando como un apretón de manos cálido o un
interminable golpe de afecto en la espalda, cuando ya sabíamos que solo hacía
falta esos versos para reponernos y poder bregar otra vez…
Nostalgia de los noventas o necrológicas del olvido
Sabemos que los noventas han sido
los años de los coches bomba, de la televisión queer, de la prensa basura; pero también de la música y poesía
basura. Y muchos no lo hubiésemos soportado si no fuese porque eran también los
tardíos años del Urbadán, del Tonopán, y de ponernos duros para que toda la
mierda de la patria no termine por asfixiarnos, alineados como imbéciles en las
filas del rock$roll, la complacencia y la apolítica creativa; con la actitud
pendeja del que no se atreve a decir nada porque tiene miedo o porque está
demasiado coqueado con su Coquito como para darse cuenta de que lo están
violentando. Y no sabría decir si esa fue una prueba positiva de que podíamos
cambiar nuestras vidas a través de la música o el arte, o decir si en ese
escenario tan adverso, podíamos darle sentido a lo que decíamos, y atacar el
sistema político para darle el tiro de gracia, pese a que había cientos de
idiotas que no podían decir ni hacer nada porque todo el tiempo estaban coqueados
y babeando.
Tampoco sabíamos si hacíamos algo
glorioso durante aquellos años “idílicos” pero para nada inspiradores, pues
teníamos que soportar también a los tracas de la tele, a los gays y lesbis de
la prensa geisha, a los contrahechos del congreso basura, además de la
tecnocumbia de Ruth Karina, Rosi War, y escuchar “Sarita Colonia” de Cachuca,
con su baile del chino, chino, chino, predicando que nos metamos en el monstruo
fujimontesinista, porque estaba enamorado, y a pesar de que se reunía a veces con
nosotros, creo que en el fondo nos odiaba. Sobre todo cuando Los Mojarras se
pusieron de moda ―hacia el año 92 los había empezado a promocionar Paco
Vicente en su stand de Quilca, y se habían hecho conocidos luego de que la
telenovela Los de arriba y los de abajo
impusieran su tema “Triciclo Perú”― y solían bajar por el jirón Quilca un
tanto ensoberbecidos, hacia el año 94, cuando el Kilo murmuraba: “a esos chicos
tenemos para enseñarles”.
Fernando Laguna, para Poetas del Asfalto 100 |
Durante esos años difíciles nace
también Poetas del asfalto (1995),
años en los que la mayoría de poetas y rockers subtes empezaban a huir del país
“cuando las papas quemaban”. Pero muchos se quedaron, porque no pudieron irse o
porque no se dieron cuenta, y continuaron drogándose, cantando, embriagándose y
sobre todo escribiendo para publicar en los fanzines amarillos y chichas y geishas
que por allí pululaban, pero también para publicar en los Poetas del Asfalto, con realismo sucio y sus cantos sórdidos, entre
las banderas negras y el concreto de la ciudad, pero mucho más hardcore y con botellones de caña de
luka. Resistiendo mientras nuestras viejas tenían que ir a los mítines y
soplarse diez o quince horas paradas, escuchando y alabando al chino
conchesumadre, para recibir medio kilo de arroz que solo le alcanzaba para
servírselo luego a su hijito, que llegaba al día siguiente a su hogar,
resaqueado y oliendo a semen, luego de una noche loca alucinándose un
vanguardista. Pues tras el boom de la
beat generation, e íconos como
Ginsberg o Truman Capote, fue resultando mucho más under, más trasgresor o más chico malo, si además de ser
alcohólico, drogo y maldito, tenías el plus de ser homosexual.
Así fue llegando la segunda mitad
de los noventas, y tras la fraudulenta reelección del Chino, comenzaron los
años de la resistencia, entre amenazas de muerte y solidaria rebeldía. Pero
para mí ya eran los años con la tegen de los colectivos de arte, con Oktubre,
las borracheras con la gente de Hora Zero, con Juan Ramírez Ruiz y Feliciano
Mejía, con la gente de Kloaca, con Mingo de Ramos, Roger Santivañez y Mary
Soto, o con la gente de Del Pueblo, de Piero Bustos y el Negro Acosta, con
Kilowatt, con Fernando Laguna, con el Primo Mujica, con Jorge Botellas, con Joe
Barsot, con Francisco León o con el mito y jefatura de Poetas del Asfalto, Richi Lakra o Ricardo Augusto Vega Jaime y sus no
sé cuántos años de poeta-rocker, gestor cultural y subterráneo. De sus
recitales efebocráticos, con puro chibolo afeminado que se alucina malo. Siendo
también la época tardía del macerado de coco, de los botellones cóctel de anfo,
con gasolina, kerosene y lejía, además de una par de gotas de alcohol metílico
para quitarle el mal sabor e irnos cociendo el hígado antes de devorarlo; mezcla
que si no te desinfectaba el estómago o lo desaparecía, terminaba por ponernos más
pasuchis. Eran también los años de la gente que aún sobrevivía a la experiencia
de Botiquín, adormecidos y más idiotas, asumiendo a menudo que no podíamos saber
si lograríamos arribar al día siguiente.
En este sentido, no podemos esbozar
un diagnóstico más terriblemente justo, sin decir que el Perú de esos años era
lo más parecido al largometraje Freaks
de Tod Browning, con la recua fujimorista integrada por fenómenos contrahechos
vengándose del mundo por haber nacido monstruosos; somatizando su repugnancia
moral en sus rostros obsecuentes y repugnantes de fujimoristas rabiosos y
corruptos, como el de Luz Salgado, el de Martha Chávez, el de CuCulisa, el de
Delgado Aparicio, el de Becerril, el de Alcorta, el del Angelito y largos
etecés, que hemos tenido que sortear en la TV y en las calles, cuando aún las
revueltas noventeras nos incendiaban el alma, y cuando la oligarquía
delincuencial y excrementicia de los bancos, de la CONFIEP y del Comercio & Co, remataba nuestros
sueños de ciudad y de patria por unos cuantos pesos. No obstante lo cual,
pudimos erigir algunos signos grandes de que las cosas, a pesar de todo, podían
cambiar, mutar; mientras nos acostumbrábamos también a la idea de tener que cambiar
de piel como las serpientes, para así no estar tan expuestos o para no ser tan visibles
ante la muchedumbre o mayoría solitaria y silenciosa de Riesman y Baudrillard; de tanto en tanto
intentando escapar, a veces por aburrimiento y otras por el solo hecho de
explorar, como diría Huxley, e internarnos en las selvas vírgenes y los saharas
de nuestra mente.
Y así también fuimos construyendo
nuestra biobibliografía de eternos colaboradores de Poetas del Asfalto. Y de todos esos números, el que más recuerdo es
el número 16, que todavía coordinaba Richi “Morge”, una edición de antología en
cuya portada, diseño thanático de Fernando Laguna, aparecemos casi todos, ocho
poetas ahorcados, colgando sin pies de un árbol seco, que riega con la sangre
de los ejecutados un campo de flores en medio del desierto. Nada más trágico,
nada más poético. Con el fanzine Asfaltico
erigiéndose como una publicación fundamental para entender las fases del
universo contracultural del Punk limeño, además de las coordenadas subtes de
las periferias transformadas en visceral poesía de la vereda, del asfalto, del
botellón y las molotov, además de los conciertos subtes y recitales asociados a
dicho fanzine.
En este punto, ya en la segunda
mitad de los 90s, no hay forma de remitirse a ese lugar que fuera Quilca, sin
hablar del Queirolo, La rockola o La noche de Lima, y sobre todo del desaparecido
Centro Cultural del Pueblo, conocido como El Averno, o mejor aún un centro
contracultural, aunque conociendo a Jorge Acosta, creo que mejor hubiese sido un
centro contranatura(l), instalado en un viejo local que se inauguró un 4 de
diciembre de 1998, en el jirón Quilca 236. En este sentido, entre otros
aspectos, mencionaré una frase que podría ser la bandera comunitarista o un
eslogan de la reciprocidad, si no tuviera ese sentido homoherótico que siempre
le ha remarcado el Negro Acosta: “Todos dan todos reciben”, pero que también
podría remitir a esa noción de multiplicidades y alteridades, en un encuentro
orgiástico de poseros tarados y “groupies” imbéciles, que inmediatamente
después de que uno les responde el saludo y les deja sentarse a nuestro lado,
se alucinan malditos y pasan a ponerse faltosos.
Recuerdo la noche de la
inauguración, el Averno olía a incienso y tenía una iluminación a bar de la
victoria de los años sesentas con bolero y aserrín incluido, y, entre otros,
recuerdo a Roger Santibáñez, creo que el Yuyo, Dalmacia, Juan Ramírez Ruiz y
otros… Un lugar que desde el principio se caracterizó por su estética de squatter u okupa, impregnadas de una
retórica vintage o pop de graffitis y slogans políticos efectistas, para luego caracterizarse por los coloridos
murales, que desde el interior fueron extendiéndose hasta tomar las casas y calles
aledañas, y marcar así, por algo más de una década, el eje disruptivo y
contracultural del Centro Histórico limeño. Años en los que el “Negro” Jorge
Acosta era ya el mítico vientista e integrante, con Piero Bustos, de la banda
de rock fusión Del Pueblo, que de tener solo un estrecho quiosco en el
pasaje-boulevar Quilca, en el que vendía casetes piratas, luego del desalojo de
la feria de libros, se verá obligado a alquilar un antro para vender casetes ya
en el jirón, en el que fundará luego El Averno, lugar en el que se irán aglutinando
las múltiples tendencias de hippies tardíos, punk, metals, músicos criollos,
andinos, artistas plásticos, rastas, teatreros, poetas y algunas recuas de
estúpidos alucinados, además de los tíos decadentes y alcoholizados que serán
los que terminaron por caracterizar al Averno durante sus últimos años.
Ese eje generalmente reducido de
Quilca, pasó a abarcar además a discotecas y locales de conciertos aledaños,
como fueron también el Salón Imperial, el Etnias o el Yacana. Y ya hacia marzo
y mayo del año 2000, año caracterizado por la violencia reelección de Fujimori y
la Marcha de los cuatro suyos, inventé en el lugar una galería de arte, pues
antes de que yo llegara, sus paredes solo tenían grandes telas fosforescentes,
pintadas y colgadas, a manera de banderolas, de estética chicha, pertenecientes
a Herbert Rodríguez, y a algunos otros. Por lo que comencé a pintar las
paredes, pegué algunas cosas, a manera de ensamblaje, he hice algunas
instalaciones para una muestra denominada “Acta de resistencia” (2000), el día
de la inauguración la cosa derivó en una suerte de misa negra, pues Domingo de
Ramos trajo un arreglo fúnebre de flores que habían dejado en la Plaza Francia
y David Siniestro y Qori Wayra trajeron dos banderas del Tawantinsuyu, que
colocaron a los dos lados del altar central de la muestra. Luego, en ese mismo año, también se dio la
inauguración-cierre de la “Huerta Perdida”, en el gran espacio ubicado en la
parte trasera del escenario del Averno, mítico concierto, en el que tocaron El
Polen, La Sarita, Los Mojarras, Del Pueblo, Armagedon, Mamani, Psicosis,
Desarme, PTK y Pachacamac ―de mi hermano Hernán Caro. Después “se vinieron” también
eventos políticos-performáticos relacionados a la lucha contra la dictadura
fujimontesinista, como el Muro de la vergüenza, o el Lavado de la bandera, en
la pileta de la Plaza de Armas, donde Piero Bustos fue expectorado por la gente
del colectivo Sociedad Civil, porque lavó sus medias durante la primera acción.
Ese mismo año aparecieron también
los vladivideos, el chino se fugó a Japón y desde allá renunció por fax,
capturaron al tío Vladi en Venezuela, y salvo las constantes invitaciones del
gran Ricardo Quesada y Richi Lacra para leer poesía o tocar como solista en
algunos conciertos, tuve que alejarme del lugar; un poco debido a las
mariconadas del Negro, que se ponía faltoso, y otras porque el lugar había
devenido en un espacio de chibolos pendejeretes, con sus bandas hasta las
huevas, que paraban sus conciertos con la plata de sus viejos, de tíos quemados
que se alucinaban importantes como uno de apellido japonés por allí pululaba,
de borrachos deprimentes y de aprendices de malditos. Por lo que salvo de las
incursiones de los Poetas del Asfalto,
las incursiones de Piero Bustos y Del Pueblo, las de Willy Barreto y
Takanamanta, las de Jinre Guevara y los Cholos, para mí el espacio ya había
perdido interés… hasta que un 25 de octubre del 2012 lo cerraron, desapareció y
no obstante, no dejamos de extrañarlo.
Para eso ya habían pasado algo
más de una década desde mi expo Acta de
resistencia, individual casi itinerante, entre Independencia, CC. San
Marcos, el Averno, el boulevard Kilka y el Palacio de Justicia; además del manifiesto
“El arte de resistir” que el activista Fredy Gavilán, publicó en gran formato,
en la Plaza San Martín; Además de las intervenciones urbanas previas a la Marcha
de los cuatro suyos, mi segunda individual denominada “Mi País”, en la Galería
del Centro Cultural Palais Concert, entre enero y febrero del 2002, de la
gestión colectiva con los amigos de siempre del primer festival Arte sin Argollas,
entre el 18 y el 23 de noviembre del 2002, y después de eso,
muchísimo alcohol ha circulado bajo el río, desde el puente a la alameda.
Complicaciones de la clausura histórica
Carlos Iván Degregori ha englobado
el período en cuestión bajo el rótulo de “La década de la antipolítica”. Por lo
que cabe recordar que en este proceso de descomposición o involución socio-cultural,
lo que ha estado siempre en juego ha sido el futuro; ese mañana colectivo por
el que terminamos batiéndonos. Y no obstante, pudimos internarnos en el
universo musical del rock, de la poesía, del drama fáctico y real de multitudes
en pugna; con sus mecanismos de supervivencia desbocados; haciendo que nuestro
optimismo por las masas nos condene a equivocarnos... Además del Perú
históricamente configurado como ese eterno país del mañana que referenciara genialmente
Juan Javier Salazar, en su obra: “Perú país del mañana”, trabajo que alberga
una réplica simbólica de la historia del Perú, desde el retrato de todos sus
gobernantes, bajo el subtexto: “Mañana”. Por lo que quizá aún resulte difícil
pensarnos en la condición de supervivientes de aquel tsunami que produjo aquella década del espanto que aún continúa
revolviéndonos el estómago con su pestífero hedor.
Condenados a repetir ―como decía
Santayana―, nuevamente aquella historia, que tras ser vivida una y otra vez,
procedemos a olvidar casi simultáneamente, para, de tiempo en tiempo, volver a
recaer en el círculo vicioso de la fatalidad y la inmundicia. Fatalidad que, a
la manera de Sísifo, nos enfrasca en esos nuevos ascensos hacia Las cimas de la deseperación (Cioran
dixit), y con nuestra gran roca a cuestas; una y otra vez para recalar En las montañas de la Locura (Lovecraft);
intentando aprehender nuestro locus
social, desde exploraciones poéticas ligadas a la música popular, como lo
hiciera la Beat generation, aunque
los referentes sonoros de estos hayan sido más bien el jazz y no el rock;
ligado a un universo contracultural que fue construyendo esta historia que devino
en “experiencia pura” (Fante dixit), experiencia pura de la fatalidad y la desolación,
desde una realidad infecta que se resiste a ser pasteurizada y que siempre nos
resultará dañina.
En este sentido, la historia
reciente nos sigue mostrando un país agobiado por la violencia y antagonismos sociales
y políticos insalvables; donde un gran sector poblacional política y socialmente
lumpenizada, vive añorando el pasado, un pasado-presente que implica un nuevo
descenso, o la recaída hacia la criminalidad, el oscurantismo y las
persecuciones políticas características a la dictadura de los 90s. Por lo que
esperamos estar a la altura de nuestras circunstancias, para que nuestro futuro
descenso a los infiernos ―franqueados por la compañía de los amigos que nos antecedieron
―como Virgilio a Dante― no sea tan corrosivo. Intentando alejarnos
del horror para no terminar cotidianamente destripados ―como Prometeo― antes de
alcanzar el Purgatorio.
De ahí que, para no deprimirnos
hasta el suicidio y adelantar así lo inevitable, asumimos la nietzscheana
actitud del viajero que recurre a su sombra para sentirse menos débil, menos
solo, menos expuestos, con esos pasos de peregrinos que son errantes ―a lo
Góngora― o como Vagabundos del
Dharma ―a
lo Kerouac―;
para acertar y no errar en nuestro intento de asir un punto fijo que nos
permita mover este mundo, para que esas partidas, con nuestros aciertos y
fracasos extendiéndose hasta nublar nuestras frustraciones, molesten menos. Y
recurrir así a nuestras huellas que como gofrados en nuestra memoria, visibles
e invisibles, nos ayudarán a enfrentar, adormecidos y más borrachos, a esta
ciudad amada y detestada al mismo tiempo. Para que así, como decía nuestro
Ricardo “Charly” Quesada, en un poema que escribió para homenajear a Kilowatt ―parafraseando
a Luchito Hernández―, podamos “meterle cabe a la tristeza”. Personalmente no
creo que haya otra salida: hay que quemar las naves, pues después del hoy, el
mañana se presentará solo “como un vicio absurdo” (como diría Pavesse) o como
una promesa distante, siempre distante…
Fernando Cassamar
Infierno en Lima, enero del 2020
[1]
Producto de las dos décadas de violencia política en el Perú, la Comisión de la
Verdad y la Reconciliación ha arrojado la suma de 69,280 víctimas.
[2]
Pop achorado, concepto introducido para calificar a una parte de su propio
trabajo, por Jesús Ruiz Durand, durante el período que realizaba sus carteles
sobre la Reforma Agraria de Velasco.
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