VANGUARDISMO Y POESÍA INTEGRAL. HORA ZERO EN EL VÓRTICE DE LOS SETENTAS

  Rafael Ojeda

Una de las tesis, ligada a una teoría crítica de corte sociológico de producción artística, sostiene que muchas corrientes renovadoras del arte y la cultura están fuertemente ligadas a las turbulencias sociopolíticas del contexto en el que les tocó emerger. Esto debido a la existencia de una suerte de simultaneidad entre los procesos creativos y las transformaciones sociales, que hicieron que las tendencias vanguardistas artísticas y culturales, suelan sintomatizar los efectos benéficos y/o desbastadores de los fenómenos en curso. Desde un proceso sociopolítico masivo y rupturista que derivó en una poética análogamente disruptiva, pero que fue agrupando, para sí, manifestaciones emergentes que terminaron por convulsionar a los diferentes campos de producción y reproducción cultural; hasta dejar una impronta que terminará por afectar incluso a productos provenientes de los sectores canónicos de la literatura peruana.

Ha sido Gilles Deleuze quien, tomando las figuras de Proust, Kafka y Masoch, ha mencionado la idea de asumir la literatura y a los literatos con ella, como grandes sintomatólogos de los males sociales, debido a que estos suelen plasmar en sus obras, los efectos y síntomas de la sociedad que los va albergando ―sociedades en algunos casos inestables o transicionales― para darnos el diagnóstico crítico y clínico (Deleuze 1996) de la época en la que les tocó irrumpir. Un período de cambios, como fuera el del Perú de los años setentas, que fue definiendo, con sus particularidades y problemas, los procesos creativos de una época en la que Lima se presentaba ―según se escribiera en el manifiesto “Palabras urgentes”[1] de Hora Zero― como una catástrofe a ser poetizada; sujetos ubicados en el vórtice de una coyuntura histórica que invitaba a culminar una etapa lamentable para el país, e inaugurar otra que debería ser más justa, esperanzadora y luminosa.

En este sentido, uno de los grupos más importantes de la poesía peruana, es decir, la correspondiente a la segunda mitad del siglo XX, ha sido Hora Zero, colectivo que marcó con su impronta las aspiraciones y evoluciones de una generación literaria inconforme, que fue decantándose en el interior de una ornada a la que le tocó madurar en los años setentas, en un país que experimentaba profundas transformaciones ligadas al reformismo social y político del gobierno militar de Velasco; pero desde una estética que pasó a albergar una heterogeneidad caótica, ligada al advenimiento de líricas, sujetos y voces nuevas para la literatura peruana, que fueron plasmando, desde sus particularidades conflictivas, la adopción de un estilo rupturista que terminó por violentar y alterar elementos de un canon poético enarbolado como paradigma por las instituciones del mainstream literario peruano, hasta dejarnos un conjunto de libros que serán fundamentales al momento de intentar comprender los procesos creativos que implicaron la edificación de una nueva poesía peruana, sobre todo desde la adopción de un estilo poético que, bajo la inspiración de Juan Ramírez Ruiz, terminarán por denominar “poesía integral”.

De ahí que asumir las implicancias geográfico-políticas de una cultura de la diferencia, derivada sobre todo de las multitudinarias migraciones campo-ciudad, iniciada en los años cuarenta, producto de la aguda crisis agraria nacional que colapsó la economía del interior del país, evidenciaba un proceso social que mostraba ya sus efectos dramáticos hacia fines de la década del sesenta e inicios de los años setenta del siglo XX; proceso que obedecía a una tendencia, consolidada tras irrupción y posicionamiento del inmigrante rural hacia la aún reducida cartografía limeña, fenómeno que Matos Mar (2005) llamara “desborde popular”, y que él entendió como la consecuente crisis del Estado desbordado. Proceso que permitió vislumbrar, en las representaciones literarias que se hicieran de la capital, durante aquellos años, los efectos sociopolíticos, culturales y emocionales que dieron origen a aquella estética transterritorializada e híbrida, producto de la consolidación de una subjetividad migrante, en una urbe que se hacía cada vez más mestiza.

Estas novísimas características, fueron dinamizando el asentamiento de una imaginería provinciana, también migrante, en la capital peruana, emergiendo aquella imagen un tanto híbrida que terminará por posicionarse en la ciudad, además de aquella especificidad cultural que conoceremos, una década después, como cultura chicha. Erigiendo efectos que permitirán realzar simbólicamente, las dimensiones poéticas de lo urbano-marginal, ligado a una cultura popular tradicional limeña, que será fusionada ya con elementos andinos arribados también a la capital peruana. Algo que permitirá reorientar también las tesis comunes al indigenismo y al neoindigenismo, asentadas en la ciudad principal, para derivar hacia una sensibilidad mestiza e híbrida encarnada en lo cholo, como un sujeto invisible o aún no mencionado, durante aquellos años, pero que ya se hará referencial al momento de pensar en la utopía de la “integración” peruana. Vía discursos sobre el mestizaje y la “cholificación”, concepto utilizado sociológicamente hacia 1962 por François Bourricaud, y luego por Aníbal Quijano, en una tesis que se remonta a 1964. Un contexto en el que la ciudad ―y la literatura con ella― fue marchando desde su otrora imagen tradicional y criolla, hacia una estética híbrida, asociada a las continuas oleadas migratorias que determinaron no solo la renovación de los motivos líricos sino también la renovación de los elementos retóricos y visuales que serán confrontados con elementos conservadores, criollos y formales de la poesía canónica producida en la cuidad oficial.

Portada del primer número de Hora Zero, además la caratula de la edición oriental


Es en este sentido, ligado a un contexto de graves transformaciones políticas y sociales, en el que se puede entender la irrupción de Hora Zero y la emergencia de una poética disruptiva en la capital peruana; además de definir los visibles indicios de ese nuevo rostro urbano que empezaba a aparecer ya en las representaciones antropológicas, sociológicas y literarias que se estaban produciendo sobre la ciudad principal, desde libros referenciales como Lima la horrible de Sebastián Salazar Bondy ([1964] 1974), que describía ya una realidad marcada por profundas transformaciones y cambios que irán determinando las evoluciones sociopolíticas de un país marcado por el contexto reformista del gobierno militar y revolucionario de Juan Velasco Alvarado. Acontecimiento signado por la Reforma Agraria, promulgada del 24 de junio de 1969, evento que dará inicio, contradictoriamente, al aún trunco proceso de descolonización nacional y de “democratización” social, pues, en los años siguientes, se repartirán, entre los campesinos ―sector históricamente sometido, cosificado, confiscado, expropiado, expoliado y desposeído por la añeja oligarquía criolla peruana―, alrededor de 11 millones de hectáreas, adjudicadas a las comunidades indígenas-campesinas, asociadas a las Cooperativas Agrarias de Producción (CAP) y Sociedades Agrícolas de Interés Social (SAIS). Período de reformas de carácter nacionalista y de izquierda, que culminará en 1975, tras el golpe militar de Morales Bermúdez, que significará el inicio del desmantelamiento de dichas reformas.

1. Generación del setenta y la poesía peruana

La generación del setenta irrumpe en un período determinante para la imagen que tendríamos luego de la capital peruana, no solo como referente geográfico-territorial sino como representación discursiva de una ciudad convulsionada por la hiperpoblación y el crecimiento caótico de sus periferias; elementos visibles ya en las representaciones literarias de la época; sobre todo porque ha sido la literatura, la que mejor reflejará los efectos de esos tránsitos migracionales, en una ciudad embarcada, como estaba la Lima de aquellos años, en un proceso de reconfiguración generalizada. Debido a los primeros efectos urbanos producidos por las reformas sociales, educacionales, económicas y políticas, que, pese a sus limitaciones, implicaron un salto epistémico importante para el país, pues estas significaron, finalmente, el arribo de la modernidad política y social a estas tierras, por lo que el Perú dejará de ser un sociedad premoderna, dual y tradicional ―integrada por patrones-amos, por un lado y sirvientes-indígenas-pongos por el otro―, para convertirse en una sociedad a duras penas moderna, de trabajadores agrícolas, propietarios y asalariados. Algo que permitirá la consolidación definitiva de sujetos sociales, culturales y políticos nuevos, que se irán agregando a la hasta entonces aún reducida cartografía literaria peruana. Sujetos, cuya sensibilidad migrante terminará por marcar indeleblemente, de un regionalismo panandino, a todas las manifestaciones literarias, artísticas y visuales del período en cuestión.

Así, en un contexto en el que las tensiones políticas pasaron a afectar también a las formas de producción estético-literarias, podemos entender aquella inquietud gregaria por conformar grupos literarios. Inquietud quizá movilizada desde aquella noción ligada a los ideales sociales de desmontar la idea de un autor heroico que va construyendo su identidad y su obra un tanto desconectada de lo social, para asumirla como el intento de generar una identidad colectiva que, como suma de individualidades destellantes, se torne luego en trascendental. Una práctica que puede rastrearse más o menos desde el advenimiento del siglo XX, a partir de vanguardias trascendentales como el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo; experiencias ligadas a artistas plásticos notables, pero que incluía el liderazgo de poetas fundamentales para la historia de la literatura como Marinetti, Tzara o Breton  ―futuristas, dadaístas y surrealistas respectivamente; vanguardias que tuvieron sus variantes nacionales durante los años veinte, sobre todo generadas a partir de la recepción que de estas se hicieron, al interior de la revista vanguardista Amauta de José Carlos Mariátegui, que introducirá abundante información sobre dichas corrientes artísticas, introduciéndolas al imaginario intelectual y literario peruano.

Cabe resaltar que existe una larga tradición vanguardista en la poesía peruana, que pasó a agrupar experiencias colectivas trascendentales, con sus respectivas revistas literarias, como fue el caso del esteticista movimiento Colónida de Lima, integrado, entre otros, por Abraham Valdelomar, Alfredo González Prada y Federico More, que editó la revista Colónida (1916); además de colectivos presentados ya desde una autoconciencia e inquietud vanguardista e indigenista al mismo tiempo, como el Grupo Orkopata (1925-1932) de Puno, integrado Gamaliel Churata, Alejandro Peralta, Inocencio Mamani, Emilio Vásquez, Diego Kunurana, Mateo Jaika, Eustaquio Aweranka, y Dante Nava, autores del Boletín Titikaka, quienes se convertirán en el referente fundamental del vanguardismo surrealista andino; pues tomarán elementos directos del surrealismo internacional arribados del Atlántico, es decir, no desde Lima sino desde ese corredor cultural que existió entre Buenos Aires hacia La Paz, y desde allí a Puno; con el indigenismo surrealizante de Alejandro Peralta, por ejemplo, o la obra cuasi cósmica de Gamaliel Churata, grupo que derivará hacia aquella toma de conciencia identitaria que José Carlos Mariátegui, en sus 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana ([1928] 1980) ―desde una visión marcada por la dialéctica hegeliano-marxista― denominará “momento nacional”. A partir de un indigenismo aún romántico, imbuidos como estaban en recursos bucólicos y antropológicos que pasarán a caracterizar un simbolismo altiplánico que, como proceso de sedición etnocultural, dará paso a una estética “auténticamente peruana” en el indigenismo.

También podríamos agregar a colectivos no tan focalizados en lo artístico-literario, como el grupo Resurgimiento del Cusco, abanderados del indigenismo cultural y político cusqueño, integrado por Luis Eduardo Valcárcel, José Uriel García, Luis Felipe Aguilar, entre otros; o el Grupo Norte de Trujillo, conocido inicialmente como “La bohemia de Trujillo”, que entre sus filas tuvo a César Vallejo, Antenor Orrego, José Eulogio Garrido, Macedonio de la Torre y Alcides Spelucín, grupo que llegará a publicar el diario El Norte.    

Las clasificaciones generacionales en la literatura peruana, dejaron de extenderse a lo largo de veinticinco años ―como lo sugirieran los fundamentales estudios de Ortega y Gasset (1956)― para derivar a un ordenamiento por décadas; como la denominada Generación del 60, que en poesía albergó a poetas sociopolíticamente comprometidos como Javier Heraud (poeta que se hará guerrillero y morirá acribillado en 1963, en el río Madre de Dios); o Edgardo Tello, poeta guerrillero de la misma generación, también integrante, como Heraud, del Ejército de Liberación Nacional (que morirá acribillado en Ayacucho el año 1965); pero quien, a diferencia de Heraud ―que era ya un poeta joven y reconocido cuando murió―, dejará la totalidad de su obra inédita. Para entenderlos como un bloque que terminará por servir de contrapeso al espectro vanguardista del bando de “poetas puros” como Luis Hernández, Antonio Cisneros, César Calvo, Rodolfo Hinostroza, además de otros.

En tanto, en la narrativa de aquellos años, encontrábamos a Eduardo González Viaña, Santiago Aguilar ―integrantes del grupo Trilce (Trujillo-1958)―; escritores un tanto insulares como Jorge Díaz Herrera, Edgardo Rivera Martínez y Alfredo Bryce Echenique; además de los ilustres integrantes del Grupo Narración, ligados al pensamiento social de corte maoísta, movimiento liderado por Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, además de la participación de Antonio Gálvez Ronceros y Augusto Higa, que serán editores de la prestigiosa revista Narración, cuyos tres únicos números publicados entre 1966 y 1974, se han convertido en referentes de la historiografía literaria peruana.

Resultaría difícil afirmar que exista una uniformidad de ideas y estilos entre los integrantes de toda una generación, pero sí que se dan afinidades retórico-políticas, afinidades que los llevarán a conformar movimientos literarios en torno a colectivos que llegarán a publicar sus propias revistas. Una tradición que de iniciarse con los clásicos grupos vanguardistas peruanos de las primeras décadas del siglo XX, continuará con grupos como el colectivo literario Bubinzana de Iquitos, que editará la revista Bubinzana; en Lima con el grupo Gleba, integrado por Jorge Ovidio Vega, Carlos Bravo, Manuel Morales, Humberto Pinedo, Eduardo Ibarra, Eduardo Valdizán, Luis Farfán, Ricardo Falla y Jorge Pimentel, estudiantes de la Universidad Nacional Federico Villarreal que editarán la revista Gleba Literaria; o Estación reunida, nucleado en torno a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, con Elqui Burgos, José Rosas Ribeyro, Patrick Rosas, Tulio Mora, Óscar Málaga, José Watanabe, Augusto Urteaga o Fernando Sánchez-Schwartz, colectivo literario-político de corte guevarista que publicará Estación reunida, una revista político-poética artesanal que se editó entre noviembre de 1966 y julio de 1968 en la Universidad San Marcos, y que alcanzará a publicar solo cuatro números.

Durante los años 60, Lima se expande más, y uno de sus asentamientos humanos acoge el nombre de Javier Heraud, poeta que se hizo guerrillero y que murió acribillado, como integrante del Ejercito de Liberación Nacional, en 1963. Foto: Robert Laime

Esas dos últimas experiencias editoriales-literarias, es decir Gleba Literaria y Estación reunida, constituirán el paso previo para lo que significará luego, ya en la década del setenta, la actitud vanguardista o quizá más precisamente neovanguardista que implicará la irrupción de Hora Zero en la poesía peruana, además de su boletín del mismo nombre Hora Zero. Se sabe también que, en esa misma línea colectiva, a fines de los sesentas aparecía también el Grupo Cirle, proveniente de la Pontificia Universidad Católica del Perú, integrado por Nicolás Yerovi, Ricardo González Vigil, Luis La Hoz y Livio Gómez, quienes editarán los Cuadernos Cirle.

Así, durante los días finales de los sesenta, entre el departamento de Juan Ramírez Ruiz, ubicado en el jirón Ancash 444, al costado de la Iglesia San Francisco, y la casa familiar de Jorge Pimentel situada en Francisco de Zela 861, Jesús María, se editó el primer número de la revista Hora Zero, vocero poético del grupo integrado también por José Carlos Rodríguez, Mario Luna, Julio Polar y Jorge Najar, al que más tarde se unirán Enrique Verástegui, Feliciano Mejía, Carmen Ollé, Tulio Mora, además de otros, que como tendencia de época, fueron encarnando aquella nueva inquietud estética, política y social que exigía mayor responsabilidad, rigurosidad e intencionalidad artística al momento de escribir; frente a la efervescencia de sujetos sociales nuevos, que al hacerse más visibles con las migraciones, empezaban a hacer oír su voz, para trastocar el concepto de Lima señorial, desde una poética más libre, comprometida y fresca, desligada además de aquel corsé de belleza, presentada como la única forma de creación, a partir de una recurrencia más experimentalista y de exigencias sobre todo político-sociales.

Cynthia Pimentel, hermana de Jorge, recuerda que el movimiento nació a las “cero horas” de 1970, y que fue celebrado con un brindis de champaña e Inca Kola, con la participación de su madre, su tía Licha, su hermano, Ramírez Ruiz y ella, en la sala de su casa, que tenía alojado al histórico garaje que se convertirá en el cuartel general de poetas, músicos, artistas plásticos, mimos, cineastas, filósofos, narradores, pensadores y teatreros. Ese día también se le mostró el primer número de la revista Hora Zero que sin desembalar estaba aún en el recinto lista para tomar las calles. «Los muchachos habían estado trabajando todo ese día, víspera de Año Nuevo, para culminar su obra y esconderla en el garaje pues no debía ver la luz hasta el año 1970, es decir, hasta el día siguiente». El manifiesto se le había mostrado en borrador, con antelación, para ponerla al tanto y que corrigiera los errores ortográficos. «Ellos iban y venían de la Universidad Enrique Guzmán y Valle ‘La Cantuta’ a fin de aprovechar su máquina con la complicidad de Manuel Velásquez Rojas, rutina colosal por aquel entonces» (2020).

2. Vanguardismo literario y el grupo Hora Zero

La regencia de un canon literario impuesto por el mainstream cultural oficial nacional, terminará por definir el marco de todo lo retóricamente concebible para la creación lírica, imponiendo un modelo hegemónico de escritura que originará, como reacción y crítica, el gesto arquetípico de todas las vanguardias correspondientes al siglo XX, vanguardias que fueron definiéndose por su ubicación en dos visibles flancos disruptivos: el políticosocial revolucionario o progresista, si nos detenemos en el análisis conceptual y su evolución temática, a su manera democratizantes; frente a un experimentalismo estilístico o esteticismo experimental descomprometido, que fue introduciendo recursos visuales, expresivos y voces nuevas al espectro de la poesía canónica u “oficial” peruana, algo que permitirá renovarla.

Cabe decir que, desde el principio, el vanguardismo literario tuvo como objetivo principal intentar reflotar la poesía a partir de una narratividad y visualidad hasta esos momentos inusitados, además de buscar la integración de recursos ideológicos (pos)modernos que permitieron inclusión de sujetos sociales nuevos. Por lo que, las vanguardias en la literatura ―como en otros campos creativos― se han podido rastrear desde aquella vertiente ideológica, política, social-progresista asonante a aquella línea crítica y comprometida que incluiría a poetas como Alejandro Romualdo, José María Arguedas o Manuel Escorza, por nombrar solo a tres de los poetas peruanos más descollantes; y otra descomprometida y experimental, asociada a una pulsión renovadora caracterizada por el espíritu vanguardista que recaló, en los años cincuenta y sesenta del siglo XX, en las incidencias retóricas de un coloquialismo o conversacionalismo derivado primero de la poética de Pablo Guevara y luego de la de Luis Hernández, hasta imponerse como una ruta común por la que transitarán generaciones y colectivos nuevos como Hora Zero ―al que podríamos agregar el estilo de Manuel Morales, como se mencionara, bastante cercano al grupo―, además de poetas integrantes de la misma generación ―a su manera criollos y un tanto insulares― como Abelardo Sánchez León, Mario Montalbetti o José Watanabe. Clasificación que podría llevarnos a entender también aquella especificidad vanguardista ―pocas veces mencionada como tal― como el indigenismo o neoindigenismo, corriente inscripta también en el interior de las vanguardias sociopolíticas mencionadas.

Entre estos dos flancos se moverá Hora Zero, que pretendía ser la visión integral de la cultura humana ―movimiento que tomará el nombre de uno de los libros más conocidos de Enrique Congrains: Lima, hora cero, de 1954, libro de relatos que inaugurará la vertiente realista urbana en la narrativa peruana. De allí que sea un grupo vanguardista cuasi liminar, pues, estilísticamente, se presenta como el reflejo de un cosmopolitismo literario siempre en boga, pero enfrentado a las tensiones provocadas por ese tránsito identitario que ha ido imponiéndose desde las letras hacia la toma de conciencia nacional ―según la referencia del último ensayo de José Carlos Mariategui[2]―; toma de conciencia neoindigenista, cuyo estilo estuvo marcado por un etnicismo sociopolítico o un “nacionalismo” distante y distinto de aquel cosmopolitismo entendido como el desarrollo estrictamente urbano, que se fue haciendo cada vez menos modernista y formal, para derivar en un experimentalismo casi posvanguardista, radicalizado sobre todo durante las décadas finales del siglo XX, cuyo conversacionalismo lúdico y urbano fue virando hacia las incidencias coloquiales del habla popular, incluyendo matices lumpen, para asumir desde allí, motivos que serán determinantes en las inquietudes poéticas posteriores, las que irán adquiriendo para sí referentes retóricos marginales que se harán cada vez más visibles en la producción literaria de la capital peruana.

Así, al ser marcados por los diferentes procesos de reconfiguración urbana derivada de la expansión de la ciudad, expansión desencadenada por las distintas olas migratorias campo-ciudad, o tránsitos desde las urbes periféricas hacia la ciudad principal, pasaron a experimentar una secuencia evolutiva híbrida asociada a su condición de inmigrantes, y por ello excluidos de los espacios de circulación y promoción de la cultura oficial; ambiente que permitió la emergencia de colectivos literarios diversos, imbuidos en aquella sensación de marginalidad, que fue caracterizando su compromiso político, tendencia acentuada por los múltiples procesos de desintegración social, en una ciudad conflictuada por una heterogeneidad que empezaba a hacerse cada vez más problemática.

En este sentido, Lima, solo unos años después, terminará por perder su clásica imagen de ciudad criolla y señorial, descrita de manera doliente hacia los años veinte del siglo pasado, por José Gálvez en Una Lima que se va ([1921] 1965), que dejará de ostentar los rezagos decadentes de su añorada “arcadia colonial”,  para convertirse, a los ojos de las diversas representaciones sociológicas y literarias que se fueron haciendo de la capital peruana, en un conglomerado caótico y agresivo, cuyos efectos culturales y sociales, harán que el lenguaje poético vire desde un tradicionalismo retórico, declamativo y formal, hacia una renovación retórico-ideológica que evolucionará, ante la emergencia de un minimalismo y un antiesteticismo lírico, hacia formas diferenciadas de verso libre y hacia un conversacionalismo coloquial; cuando no lo hizo hacia una desestructuración discursiva que en la mayoría de los casos derivó en un hermetismo impresionista carente de recursos descriptivos.

3. Turbulencia política y revolucionaria

Podemos definir a la generación del setenta como una generación subversiva y revulsiva al mismo tiempo, por la prosopopeya y grandilocuencia del gesto de sus integrantes, el guiño de algunos colaboracionistas con el SINAMOS o hasta contrarrevolucionarios en el caso de otros ―si lo contraponemos a un gobierno que se autodefinía como revolucionario, como fue el gobierno de Velasco Alvarado―; además de albergar una heterogeneidad caótica concatenada en la acción e irrupción de voces poéticas nuevas, injertadas en la literatura urbana, desde un discurso poético que, en algunos casos, como en Jorge Pimentel, autor de Kenacort y valium 10 (1970) o Ave Soul (1973), se plasmaba en una actitud neovanguardista que ha caracterizado también a otros integrantes del movimiento, en un guiño generacional que fue negando y despotricando contra las tradiciones y generaciones precedentes, para violentar un canon enarbolado por las instituciones poéticas del mainstream, a las que buscaban “Destruir para construir”[3]. Ideas llevadas al extremo sobre todo por su teórico e inspirador, Juan Ramírez Ruiz, autor de Un par de vueltas por la realidad (1971), Vida perpetua (1978) y Armas molidas (1996), libros relevantes para entender el proceso que siguió la construcción de la nueva poesía peruana a partir de una forma poética que él denominara “poesía integral”.

Resulta evidente que la relación de Hora Zero con las vanguardias ha sido una relación difícil, aunque ―como dijera Juan― ellos no invalidaban las contribuciones de las vanguardias sino las obras reaccionarias y el occidentalismo que estas traían[4]. Lo cierto es que Hora Zero, que pretendía asir una visión integral de la cultura humana como visión integradora de toda la macroestructura de producción cultural que el hombre había generado, implicó una irrupción antiacadémica y anti-establishment en el centro del quehacer literario limeño; desde una poética que intentó plasmar los signos de aquella nueva imagen que empezaba a gestarse en la capital tras el embate provincianista que convulsionó también a la escena literaria limeña; a partir de una novísima inquietud que exigía mayor rigurosidad e intencionalidad artística al momento de escribir poemas, además de la inserción de sujetos nuevos a la poesía, sujetos marginales que empezaban a hacerse cada vez más visibles con las migraciones. Lo cierto es que Hora Zero irrumpió como una opción radical, según explicara Juan Ramírez Ruiz, ideólogo del grupo y autor de poemarios urgidos de totalidad, tras la búsqueda de un lenguaje nuevo y rupturista que se convertirá en la base de una nueva escritura que él llamará alfagramas, por lo que dirá: «aunque no se llegó a la renovación lingüística, fue un asalto entre la verbalización y el signo visual: la potencialidad visual del signo aliado a su carácter fonético»[5].

Ramírez Ruiz ha explicado[6] que a la generación del sesenta le correspondió vivir en un período en el que los grupos de poder económico y sus intelectuales todavía se asentaban en el Centro Histórico de Lima, lugar que aún era el escenario de sus presentaciones y fanfarrias, desde bares tradicionales como El Chino Chino, el café Versailles o Palermo. Por lo que han sido ellos los que empezaron a promover esa actitud contraria al comportamiento exhibicionista y provocador de los poetas del mainstream literario limeño, como Antonio Cisneros, líder y el de mayor prestigio de ese grupo, y que era también el blanco de las burlas de los integrantes de Hora Zero, burlas que eran respuesta a las provocaciones que Cisneros monitoreaba desde ese sector, en contra de ellos; como la carta que les dirige a Ramírez Ruiz y Pimentel en la que les decía: «Compañeros: veo que el primer número de Hora Zero lo han empezado con el pie derecho ―que la próxima vez lo escriban con la mano» (Oviedo 1973, p. 144). En todo caso han sido estos conflictos “interclase”, los que permitieron entender las especificidades propias de estos bloques contrapuestos, que llegaron a constituir temperamentos literarios dispares, pero, de alguna manera, transgresoramente asonantes para la poesía. Además también se suele mencionar el duelo poético-performático que Pimentel sostuvo con Toño Cisneros en el auditorio del Instituto Nacional de Cultura en 1972.

Estas tensiones interclases terminaron por mostrar el estado de la sociedad y la cultura limense de inicios de la década del setenta, ante aquella insólita confrontación de poetas provenientes de la Universidad Católica, de condición social privilegiada, frente a los bates de la Universidad Nacional Federico Villarreal, provenientes de barrios obreros o sectores populares. Insólita confrontación debido a que la oposición clásica no se había dado entre los estudiantes provenientes de la Universidad Católica con los de la Villarreal, sino la de aquellos estudiantes de la PUCP, con los de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Contexto al que se le fue agregando, a manera de circuito emocional, la carga anímica que habría significado socialmente la experiencia migrante en la capital peruana; sensibilidades que se fueron haciendo fronterizas, debido a que estas manifestaciones era solo la reacción de las mentalidades migrantes, ante una ciudad que se presentaba como hostil, incluso para los ojos “estetizantes” de la literatura.

Así, el contexto geocultural horaceriano se presentaba como un universo expresionista y un territorio de espanto, poblado de seres excluidos, discriminados y marginales, por lo que la poesía de los setenta y la de las generaciones que le siguieron, fueron plasmando en sus páginas, aquella sensibilidad o mirada alternativamente marginal y crítica que empezó a ser confrontada con la imagen tradicional de la ciudad, encuadrada en el interior de la poesía oficial; desde un constructo visible en un entorno transicional en el que los poetas criollos-capitalinos, adocenados en su academicismo, empezaron a sintomatizar también las primeras fracturas de su ciudad amada, ciudad que aceleraba su proceso de descomposición; desmoronamiento percibido idílicamente desde el prisma limeñocéntrico de sus intelectuales y literatos, en un espectro que se configuraba como un ambiente de locura originado por la destrucción de su soñado mundo tradicional, a causa de la irrupción de los “otros” no criollos, subjetividades migrantes, en el interior de sus cartografías urbanas. Ante la presencia de sujetos sociales nuevos, que habían empezado a trastocar la tradicional imagen de “Lima señorial”, proceso sintomatizado ya en textos como Lima la horrible de Sebastián Salazar Bondy (1974).

Quizá por ello Ramírez Ruiz escribió en Un par de vueltas por la realidad: «Es imperativo ser despiadado con todo lo anterior. Esa nefasta herencia, ese montón de vestigios apestosos (…) En estos momentos, ante estas circunstancias, nadie tiene derecho a vigilar la marcha del mundo desde una habitación o una plaza. Nadie tiene derecho a ser simplemente testigo o a encarnarse sobre un libro, mientras los chorros de sangre cruzan avenidas, y la Historia dando alaridos pasa arrancando las puertas. Nadie tiene derecho a esconderse detrás de un poema, de un cuadro, de una partitura. Esa lucha es nuestra y seremos los protagonistas» (1971, p. 12). En tanto Pimentel había escrito en Kenacort y valium 10: «Pongo toda mi fuerza y mi cerebro para luchar hasta mi último aliento contra todo lo que signifique alienación, caos, miseria, hambre, enfermedades, despotismos, imperialismo, fascismo, soledad. Y también les entrego estas palabras vivas porque quiero manifestarme, quiero ser escuchado» (1970, p. 6).

Ese ambiente convulsionado desde 1968, por el clima revolucionario insuflado por el gobierno militar de Velasco Alvarado y sus reformas ―agraria, educacional e industrial―, es el que incuba a Hora Zero, grupo que desde el inicio supo canalizar los síntomas político-sociales y culturales de uno de los períodos más convulsos de la historia del Perú. En un contexto que empezaba ya a revelar la obsolescencia de la ciudad oficial ante su desborde, un desborde derivado de la irrupción provinciana y la emergencia de los sectores populares en la capital peruana, extendiendo sus límites hacia zonas agrícolas y arenales. Época en la que las renovaciones formales y estilísticas de la poesía, se fueron manifestando a la par de las transformaciones sociopolíticas del país. Un grupo que en su manifiesto “Palabras urgentes” llegó a escribir: «Ante eso, compartimos plenamente los postulados del marxismo-leninismo, celebramos la revolución cubana. Estamos atentos a lo que se está haciendo en el país»[7]. Sobre todo porque en Hora Zero, como en algunos otros poetas de la misma generación, marcados también por la experiencia marxista ―Cesáreo Martínez entre ellos―, la poesía llegó a radicalizar aquella estética conversacional explorada ya en el antilirismo, la ironía y la narratividad de sus antecesores, para desbordarse en una poética de registros lingüísticos marginales y usos provenientes del habla del barrio, desde versos en los que sus protagonistas emergen como seres desventurados y enfrentados a una ciudad terrorífica, violenta y represiva, ante la degeneración del poder, pues para 1975, el dictador conservador y contrarreformista Morales Bermúdez, integrante de número del Plan Cóndor, había empezado a desmontar las reformas iniciadas por el velasquismo, luego del golpe de Estado.

Así, estas visiones desencantadas por el desarraigo provinciano, tuvieron como eje aquella confrontación de tradiciones, de referencias culturales, además de motivos historicistas e intelectuales diversos, que fueron obedeciendo al carácter heterogéneo e inestable del “ser” nacional, una imagen coincidente que se fue imponiendo en el corpus de la “poesía integral”, desde una línea estética que permitirá canalizar aquella multiplicidad e integralidad presente también en otros libros fundacionales del movimiento como En los extramuros del mundo (1971) de Enrique Verástegui; Noches de Adrenalina (1981) de Carmen Ollé; Poemas racionales (1971) de Feliciano Mejía; Mitologías (1977) de Tulio Mora, además de textos y autores, en apariencia cercanos, pero que resultaban retóricamente distantes entre sí; sobre todo porque la poesía de Ramírez Ruiz resultaba simbólica, experimental, social y sígnicamente extremista; en tanto la de Pimentel era lúdica, violenta y repentista; la de Tulio Mora, historicista y conceptual; la de Feliciano Mejía mágico-política; la de Carmen Ollé intimista y femenina; mientras la de Verástegui adolecía de un esteticismo intelectualizante, reforzado además de un profundo lirismo.

4. Hacia una poética de lo integral y más allá de H/Z

Hora Zero asumió como manifiesto los fundamentos de aquella integralidad que pretendía ser la manifestación de una visión omniabarcante y abarcante de todos los efectos de la cultura humana, para integrarlos y desembocar en un experimentalismo sígnico que fue traspasando lo visual y lo conceptual para recalar luego en la denuncia social; estilo que alcanzó grados de extremismo simbólico en la poética de Juan Ramírez Ruiz, qué duda cabe, el más importante autor, además de teórico de lo que se convertirá en la estética horaceriana; quien describirá el corpus estilístico de la poesía integral de esa manera: «La vastedad y complejidad de la experiencia Humana de este tiempo es tal que no puede ser registrada cabalmente por una poesía estrictamente lírica. Solo una poesía que integre y totalice puede incorporar y ofrecer un valido registro de la experiencia de este tiempo sacudido por todo tipo de conmociones», un contexto en el que todo «el orbe es poesía. Todos los objetos, los hechos históricos del mundo, y de la individualidad merecen ser expresados con el ojo crítico de la historia» (Ramírez 1971, p. 110), autor cuyos textos terminaron por indagar en esa integralidad descrita como manifiesto, y que, hacia julio de 1970, en sus “Notas acerca de una hipótesis de trabajo”, reclamaba estas líneas como “adendas” de una nueva ética para la escritura, planteando que «El primer desafío de esta circunstancia histórica es concretizar la idea de la REVOLUCIÓN» (p. 116).

Se debe entender que la poesía integral aspiraba abarcar aquella macroestructura de producción cultural que el hombre ha generado con su vida, para volcarla a la literatura, desde una forma poética que aspiraba articular, como totalidad, el uso de ritmos, de signos lingüísticos, de tiempos ―el pasado y el presente―, de sensaciones, de emociones y experiencias de clase social compartidas; como realidad acontecida y acontecente que se revela como la expresión paradigmática del enfrentamiento interclases; para hacer que la poesía beba la savia del lenguaje popular y el clamor de las calles, desde giros viciados de groserías, anhelos, odios e inconformismo, sobre la base de versos en los que confluyen, como un todo, lo verbal, lo visual, lo auditivo, lo coloquial, e incluso lo táctil; además del uso de signos que en sus resultados más extremistas, desembocaron en lo que Juan Ramírez Ruiz denominó alfagramas o poemas alfagramáticos.

Lo cierto es que este fue un intento audaz por asir una forma alternativa de comunicación y lenguaje, pues ellos buscaban constituir, desde la interrelación de estos elementos diversos, un sistema que gracias a una regulación eficaz, diera origen a “la nueva poesía”; idea que será la opción rectora de libros como Vida Perpetua (1978), pero sobre todo del último: Armas molidas (1996), un volumen de aspiraciones radicales, compuesto a manera de sumas necrológicas sobre personajes cuasi míticos, pero relacionados a ejes referenciales de la cultura peruana, además de contener poemas que albergan signos alfabéticos sustituidos por “andigramas” y símbolos geométricos; como corpus escritural guiado, sobre todo, por esa aspiración de arrastrar hacia los extremos el uso del lenguaje. Y, pese a haber sido criticado por sus usos extrapoéticos, debido a que estas presencias no lingüísticas o “fonéticas” podían interrumpir o “ensuciar” sus versos, hasta perjudicar el desarrollo lírico de sus poemas, Juan justificará esta opción diciendo: «hay muchos textos de mis libros, en los que vemos un extremismo en el uso del lenguaje ¿Por qué llegar a esto? Porque estos siguen siendo los tipos de textos provocadores y radicales por antonomasia» (Ojeda 2008).

La historia de Hora Zero nos dice que cuando el chiclayano Ramírez Ruiz ingresa a la Universidad Federico Villarreal para estudiar pedagogía ―universidad que por esos años tenía la especialidad de literatura solo como una mención dentro de la carrera de Educación―, conoce allí a Jorge Pimentel, poeta limeño con el que suscribirá “Palabras urgentes” ―documento publicado en el primer número de la revista Hora Zero, que circuló desde el 1 de enero de 1970―, que será el manifiesto y acta de fundación de uno de los movimientos de mayor trascendencia en la historia de la literatura peruana; un colectivo poético que ha aportado tal vez la mayor cantidad de nombres importantes a la historiografía literaria peruana. Con Ramírez Ruiz ―además de Pimentel―, siendo el principal teórico y animador de la primera etapa de Hora Zero, movimiento integrado además, como ya hemos adelantado, por Mario Luna, poeta chimbotano, Julio Polar del Callao, además de los poetas amazónicos José Carlos Rodríguez Najar y Jorge Najar, a la sazón hermanos, con quienes editará la revista Hora Zero, vocero poético del grupo, cuyo primer número ―con ilustraciones de Julio Polar― fue concebido en el antiguo departamento de Juan, ubicado en el primer piso de un edificio de jirón Ancash N° 444. Grupo al que luego se unirán Enrique Verástegui, Feliciano Mejía, Carmen Ollé, Tulio Mora, entre otros; para convertirse en un movimiento que, como una tendencia de época, fue encarnando aquella nueva inquietud político-social que exigía una mayor rigurosidad, responsabilidad e intencionalidad artística, a partir de una estética más libre, comprometida y fresca, desligada ya del corsé lírico de la belleza, presentada antes como forma única de creación. 

Ese mismo año, junto a Enrique Verástegui, Fernando Cañola, José Diez, y Carlos Ramírez Soto, Juan Ramírez Ruiz funda también Hora Zero de Chiclayo, grupo en el que se presentó el primer manifiesto del sector norte, en el que se critica el negativo proceso cultural de dicha región. Esbozándose así, con esta incidencia regional, las dimensiones que alcanzaría luego Hora Zero, cuya repercusión no solo fue nacional, pues fundó filiales en el Callao, Chimbote, Huancayo, Cañete, Cusco, Pucallpa e Iquitos, sino que traspasó fronteras continentales hasta alcanzar países como España y Francia ―en 1977, Enrique Verástegui funda Hora Zero Internacional en París―, además de varios Estados latinoamericanos, como México, país en el que fueron mencionados como los antecesores e inspiradores del Movimiento Infrarrealista, grupo poético creado en 1976, y conformado por el icónico escritor chileno Roberto Bolaño, los mejicanos Mario Santiago Papasquiaro, Bruno Montané, además de otros que con sus alocadas correrías inspiraron la emblemática novela Los detectives salvajes de Bolaño, quien en un texto denominado “Déjenlo todo, nuevamente. Primer manifiesto del Movimiento infrarrealista” de 1976, escribió: “Nos antecede Hora Zero” (2010, p. 146).   

El comité pleno de la segunda fase de Hora Zero, de izquierda a derecha: Fernando Obregón, Enrique Verástegui, Eloy Jáuregui, Tulio Mora, Ángel Garrido, Jorge Pimentel, Jorge Espinoza, Óscar Orellana y Miguel Burga.

Las intensas actividades poéticas, políticas y editoriales del grupo terminaron en 1973, cuando este se disuelve debido a desavenencias internas. Y hacia 1977, tras iniciarse la segunda fase de Hora Zero, desde la nueva alianza entre Jorge Pimentel y Tulio Mora ―antiguo integrante sanmarquino del grupo Estación Reunida―, dizque para reflotar y promover el movimiento, Ramírez Ruiz ya había renunciado voluntariamente al grupo, debido a que ―a decir de él― se había querido utilizar lo que le pertenecía a todo el colectivo para beneficiar solo a una parte de este. Hacia 1978 se da el intento de hacer un frente político con el partido de izquierda FOCEP y crear Hora Zero-FOCEP. Y para 1980, Ramírez Ruiz ya había escrito “Palabras urgentes II. Novecientas palabras libres”, manifiesto que distribuyó en una ceremonia realizada en el Salón de Grados de la Casona de San Marcos, el 28 de agosto de 1980, con motivo de celebrarse “patéticamente”, según el autor de Armas molidas, los diez años del movimiento, evento que sus actores denominaban “una década de rebelión”. Texto en el que Ramírez Ruiz denunciaba la inconsecuencia, confusión e inconsciencia que ya había deformado «lo que quiere seguir llamándose Hora Zero desde hace tres años. Deformación que alcanza a aquello que sus enemigos de ayer atribuyeron al movimiento original como objetivo: llegar a través de otras vías al establishment cultural» (Ramírez 1980).

Juan creía que aquella ceremonia institucionalizaba «un simulacro de dicho proceso. Simulacro que despliega ahora su espectáculo más apócrifo. Celebran la “segunda fase” (1977-80) que irresponsablemente han convertido un antípoda del proyecto original. (…) Frente a ello, como fundador de Hora Zero, como autor de todos sus manifiestos[8], como autor de su proyecto que asumo plenamente, reivindico el verdadero espíritu de este movimiento y lo separo de esta celebración espuria que constituye su negación»; para caracterizar esta nueva etapa afirmando que «El “Hora Zero” que celebran no es el movimiento de la revuelta total que encarnaron 60 jóvenes. No es el movimiento que desencadenó acciones en todas las regiones del país. No es el de la descentralización cultural. No es el movimiento de Jorge Nájar, José Cerna, Feliciano Mejía, Rubén Urbizagástegui, Elías Durand, Julio Polar, Julio Dávila, Bernardo Álvarez, Ricardo Oré, etc., etc.» (Ibíd.).

Feliciano Mejía (2016) escribirá luego, recordando la desintegración del grupo, que “Hora Zero murió de putrición interna, por el “ingreso” de un tránsfuga proveniente de un grupo o revista llamada Estación Reunida”. Resulta evidente que en esta “segunda etapa”, ya sin Ramírez Ruiz, ideólogo y autor de los programas “estéticos” o estilísticos, el grupo se caracterizará por el decaimiento de su actitud performático-política, y por su disposición menos crítica ante el sistema; además de la disminución de esos pronunciamientos, manifiestos y manifestaciones que habían definido el espíritu horaceriano durante sus primeros años. Y, no obstante ello, se fue consolidando aquella línea rupturista que, pese a la normalización y domesticación del grupo, motivará las acciones posteriores de grupos epígonos de Hora Zero, como La Sagrada Familia, fundado durante los años finales de la década del setenta, por Edgar O’Hara, Enrique Sánchez Hernani, Róger Santiváñez, Guillermo Niño de Guzmán, Luis Alberto Castillo, Carlos López Degregori, Juan Luís Dammert, Dalmacia Ruiz Rosas, Óscar Malca, entre otros; además de las acciones del grupo Kloaka, compuesto por Roger Santiváñez, Mariela Dreyfus, Guillermo Gutiérrez, Edián Novóa, Domingo de Ramos, Enrique Polanco, Mary Soto, Pepe Velarde y Julio Heredia, correspondientes estos, ya a la generación del ochenta, quienes radicalizando aún más el gesto expresionista de sus mentores, abordarán, en su obra, sujetos extremadamente díscolos, marginales y lúmpenes.

No obstante ello, la generación de los ochenta no se encontraba ya marcada o inspirada por aquella visión urbano-provinciana y esa pulsión política que los inclinara hacia la opción por los excluidos, característica de la generación del setenta, de alguna manera marcada también por las reformas y expectativas socializantes del gobierno de Velasco, a la vez de encontrarse también distantes de las afectaciones eruditas, esteticistas e intelectualizantes, como las de Enrique Verástegui, o de esa sedimentada y radicalizada carga político-proletaria que acercaría sobre todo a poetas políticamente comprometidos de la generación anterior como Cesáreo Martínez y Feliciano Mejía. Pues la generación de los ochenta, gradualmente había empezado a experimentar ya los sucesos nefastos de la guerra interna, tras el inicio del levantamiento armado del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso, un 17 de mayo de 1980, con el secuestro y la quema de las ánforas electorales durante la noche previa a las elecciones presidenciales, en el distrito de Chuschi, provincia de Cangallo, Ayacucho; o los perros muertos colgados en los postes de algunas de las principales calles del centro de Lima, durante la madrugada del 26 de diciembre de 1980, que estaban acompañados de carteles que rezaban: “Deng Xiaoping hijo de perra”, hecho que marcará el inicio de las actividades de PCP-SL, en Lima.

Cabe resaltar que la generación del ochenta, con sus relativas variables, partían más bien de una sensibilidad sicodélica y una estética de alguna manera más “subterránea”, que se presentaba como el estilo que acogía imágenes, sonidos y gestos provenientes de la contracultura musical juvenil ―inyectada en ellos, desde las evoluciones del rock y el movimiento subterráneo que convulsionará Lima durante los primeros años de aquella década―, en la que personajes, desde versos plagados de realismo sucio, como los de Domingo de Ramos, Roger Santiváñez o Guillermo Gutiérrez, por ejemplo, aparecerán consubstanciados con una ciudad aterradora en la que deambulan los espectros contrahechos y alucinantes de cabros, putas, drogos, niños aspirando Terokal o pirañitas, de hippies tardíos, jóvenes punk, metaleros y chicheros, nucleados o diseminados en una urbe maloliente de calles sucias, nocturnas y violentas; elementos que serán también los rudimentos característicos a la poesía suburbana que se irá produciendo desde aquellos años.

En este sentido, tal vez queda decir que lo que distancia a la generación del setenta de la del ochenta, es que, si bien es cierto la primera estuvo marcada por riñas infraternas e inconciliables que continuaron casi hasta nuestro días ―a pesar de tener una célula cohesionada que se fue haciendo cada vez más visible en libros, negociados y homenajes―, rencillas que implicaron el ocultamiento historiográfico y el maleteo despiadado e infraterno entre pares, algo que de alguna manera fue condenando a Juan Ramírez Ruiz, «el más grande poeta de Hora Zero» (Mejía 1990), al olvido. La generación de los ochenta, contrariamente, se ha caracterizado por la cohesión, por el auto-interbombo, los favores vía publicaciones cruzadas, una relativa solidaridad entre sus integrantes, además de la labor comprometida y fiel de sus seguidores-divulgadores. Algo que de alguna manera parece haber variado, debido a las disputas interesadas en pos de un inflado rótulo que está adquiriendo sonoridad en estos últimos años. Algo evidente, pues los poetas de los ochentas ―a diferencia de los de las anteriores generaciones―, estratégicamente más dotados en el espectro “académico”, han tendido a dejar escuela, y edificar una cohorte de obsequiosos seguidores que vienen alimentando el mito.

No obstante ello, más allá de las críticas que pudiera hacérseles por lo performático del gesto, que fue saturándose en el programa puro hasta desmovilizarlos totalmente, se puede decir que Hora Zero implicó aquella irrupción renovadora y rupturista, que se hará trascendental, en el centro de la poesía limeña[9], una voz significativa y de alguna manera opuesta a la producción poética canónica y oficial, auspiciada por aquella sensibilidad criollo-metropolitana a todas luces conservadora y centrista, aún predominante, aunque ya en retirada, durante aquellos años. Algo que ante aquella turbulencia política-social desplegada por las migraciones campo-ciudad, y el redescubrimiento de una noción alternativa de peruanidad, en lo andino, casi toda la poesía del setenta terminará por experimentar. Lo que hará de sus autores, habitantes de un período de tránsito y reconfiguración que será definitivo, y que se erigirá como conditio sine qua non para la consolidación de la moderna sociedad limeña, tras ese embate provincianista, sintomatizado y materializado en diversos grados y formas por la obra edificadora y vital de casi todos los escritores de la generación “setentera”, promoción que integraría también a otros escritores generacionalmente notables y equivalentes, como José Watanabe; además de autores vanguardistas y neovanguardistas, devenidos ahora en sintomatólogos de una sociedad y una patria en transformación, que, al arribar a los noventas, preludiaba ya su simbólico colapso.


Rafael Ojeda


Notas

[1] El manifiesto de Hora Zero “Palabras urgentes”, firmado por Juan Ramírez Ruiz y Jorge Pimentel, ha sido integrado, a manera de prólogo en el primer poemario de Ramírez Ruiz, Un par de vueltas por la realidad (1971); y también en el de Pimentel Kenacort y valium 10 (1970).

[2] Véase las referencias sobre “Literatura cosmopolita y literatura nacional” de José Carlos Mariátegui, capítulo “El proceso de la literatura”, inserto en sus 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana. (1980, pp. 229-350).

[3] Texto firmado por Juan Ramírez Ruiz y Jorge Pimentel, publicado en el libro Kenacort y Valium 10 (Pimentel 1970).

[4] Véase entrevista a Ramírez Ruiz en http://www.ciberayllu.org/Cronicas/RO_RamirezRuiz.html

[5] Ibídem.

[6] Ibíd.

[7] Se refieren al despliegue de las reformas durante el gobierno de Velasco Alvarado.

[8] Las negritas son mías. Esto hay que resaltarlo porque el autor lo ha mencionado en muchas ocasiones.

[9] Esta irrupción, por su contexto histórico-social, tal vez pueda ser comparada a las derivaciones que fue dejando el movimiento Colónida durante los años diez del siglo XX, reconfiguración que será radicalizada por las políticas reformistas implementadas durante el Oncenio de Leguía.

*

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