El boom de lo marginal. Museificación, gentrificación y economía política del rock subterráneo
Fernando Cassamar[1]
Transcurridas ya las dos primeras
décadas del siglo XXI, luego del período que a manera de giño posmarxista llamaré
el período de acumulación originaria o “período heroico”, es decir, el tiempo
en el que se fue gestando y llenando de significados y de sentido el continente
contestatario que conocemos como rock subterráneo ―enfrentado o quizá
colaborando con los supérstites procesos de descomposición y embrutecimiento
social agudizado más aún durante los fujimontesinistas noventas―, se ha venido
dando una suerte de boom de lo marginal
y lo contracultural, boom que está
haciendo que el rock subterráneo, y la subcultura asociada a este, se esté
aburguesando hasta parecer formar parte del mainstrean
cultural limeño. Esto debido a las nuevas publicaciones, películas, a una
exhibición principal en el Museo de Arte Contemporáneo ―incluido el
catálogo-libro producido por este―, además del interés estúpidamente esnob de
cierto sector de la academia; lo que está dando la impresión de que la lógica
cultural del “capitalismo tardío” (Mandel-Jamenson dixit), que se ha venido
apoderando de las culturas ―como el proceso de instrumentalización
etnocultural-comercial realizado por lo que se nos ha enseñado a conocer como Marca Perú, es decir la aspiracional
lógica de querer convertir al país en mercancía―, está en proceso de engullirse
lo subterráneo, cuyo espacio parece haber empezado ya a ser colonizado por el
mercado.
En este sentido, al enfrentar el
fenómeno de geolocalización de los espacios y de la memoria, sabremos que
existen lugares que no solo son lugares, sino que son reductos concretos de la
memoria, espacios en los que las perentorias aspiraciones generacionales, ya
sean culturales o contraculturales, fueron concentrando un espectro de
sensibilidades aparentemente armónicas, pero interseccionalmente enfrentadas;
conviviendo en un mismo punto o en varios, pero en un foco reducido del extenso
territorio limense, como punto de conflusión intergeneracional en los que se fueron
congregando “comunidades emocionales” (Weber Dixit) en muchos casos
enfrentadas, como las generaciones de los 60s, 70s y 80s, en tiempos de
violencia política, en algunos casos marcadas aún por una andinizada imaginería
psicodélica y tardíamente hippie,
sobre todo si nos referimos a grupos que van desde El Polen hasta Del Pueblo,
como una imaginería que en su forma glocal (Robertson) se fue concretando en el
rock fusión peruano, estilo que fue conviviendo, además del rock subterráneo, con
el heavy metal, el hard rock, la psicodelia y el rock
progresivo, para derivar, en algunos casos, en el new age; como manifestaciones subculturales globales, que han
tenido derivaciones y variantes en un país azotado por la violencia política y
social, resultado de un conflicto armado interno extendido a lo largo de las dos
décadas.
Así, considerando el tiempo y el espacio desde el cual nos hemos planteado racionalizar el asunto, quizá debamos, como un ejercicio de memoria y agenciamiento, hacer también un mapeo de los distintos ejes de confluencia o encuentro de ciertas “comunidades emocionales” (Weber), que como “tribus urbanas” (Maffesoli dixit) constituidas sobre la base de ideas de clanes regidos por códigos rituales comunes, automarginalizantes y relacionados a una determinada forma de vestir, gusto musical y caracterizados por una violencia asociativa y por el consumo de alcohol y sustancias alucinógenas, grupos que han tendido a coincidir y confluir en determinados espacios, compartiendo zonas que pasaron a albergar los sedimentos de una memoria que se ha ido perdiendo, como pérdidas derivadas de los diversos reordenamientos, desalojos y reubicaciones urbanas, como tránsitos geográficos y urbanísticos desde espacios-memoria o lugares mnémicos que están empezando a ser recuperados y articulados, ante cierta recurrencia de motivos subtes transportados a espacios para nada subterráneos. Lo que está determinando un proceso de “capitalización” y puesta en valor de lo contracultural, que aquí reclamamos como el “boom de lo marginal”, boom que vendría a ser el definitivo, debido al proceso de museificación y gentrificación simbólica que está acompañándolos, y los resultados (?) que esta tendencia produce y producirá.
La memoria histórica, así
descrita, tiene como ejes referenciales, ubicándonos ya en la segunda mitad de
los ochentas y en los noventas, sensibilidades “posmodernas” ―por
decirlo de alguna manera― dinamizadas por pasiones, sentimientos e ideales que
fueron sustituyendo a la racionalidad moderna de la Ilustración, como marco de
referencia asociativa, para derivar en cuestiones más animales, románticas y emocionales,
referentes de aglomeración por su sentido instintivo e irracional, que los fue
convirtiendo en ejes de referencia que han ido sedimentando memorias y
presencias subculturales, geolocalizadas en los puntos nodales mencionados en
el mapeo de espacios, además de sus cercanas periferias. En los que
geolocalizar implica reconstruir redes o vías de permanencia y tránsito que han
permitido reconocer elementos identitarios y características aglutinantes de
subculturas ligadas a una estética de la precariedad, vías que finalmente
permitirán desplazamientos continuos a través de un mapa imaginario construido
sobre la base de reminiscencias, de gestas contraculturales y sociopolíticas
que han remarcado rutas que confluyeron y se sucedieron en puntos nucleados,
pero a la vez atomizados de Lima Metropolitana.
1. Fisuras subculturales, radicalización y violencia política
Abordar espacios convertidos en
centros de abigarramiento y gestión de lo contra-para-anti-subcultural en el
Perú, como el universo artístico y musical de una variante contracultural, un
tanto más marginal y precaria, como ha sido la subterránea, subproducto
enfático de esa severa crisis económica, política y social agudizada más aún
por la violencia terrorista ―la del Estado y la de los grupos
alzados en armas. Que terminará por aglutinar a lo que podríamos considerar
como “verdaderamente” subterráneo, debido a aquella suma de marginalidad y
precaridad mejor habituada al centro histórico de Lima; sobre todo en épocas de
hiperinflación, recesión y crisis, en las que casi nadie poseía instrumentos
propios y jugaban a ser músicos con una guitarra de “palo” en mano, o con
simuladores de baterías construidas con latas, para luego pasar a curtirse en
las económicas e improvisadas salas de ensayo que pululaban por distintos
sitios del centro de la ciudad. Desde colectivos que, como fragmentos sociales
o residuos de aquella marginalidad asumida como conditio sine qua non de pervivencia y de creación, pasarán a
formar parte de una opción poética, compositiva y sonora, marcada por una
estética de la precariedad, en sus dimensiones técnicas y materiales, que será
asumida como opción artística, marcada por situaciones socioeconómicas y políticas desfavorables.
Y no obstante que el movimiento ―debido
al espíritu esnob y elitista que siempre ha caracterizado al rock y sus
variantes, ligado sobre todo a juventudes transculturizadas y
transnacionalizadas― también tuvo otros focos dispersos entre Miraflores,
Magdalena o Barranco, espacios que, como ejes de flujos creativos fueron
produciendo y reproduciendo restringidas modas musicales foráneas; los
procesos poéticos y creativos de la subcultura underground limense, tras el primer auge subte dado hacia 1985, nos
fueron dibujando un ambiente de consolidación local, pero con particularidades
identitarias definidas que fueron diseñando un mapa en el que podemos geolocalizar
eventos importantes del pasado, como los festivales y conciertos organizados en
el distrito del Rímac: Rock en Río Rímac
y Rockacho; en El agustino: el AgustiRock; locales algunos de ellos ya desaparecidos
del Centro de Lima, como La Caverna, la Peña Huascarán, La Carpa-Teatro, Las
Rejas, el Hueco, Malambito, Moquegua, jirón Chota, la No Helden, y otros como
la Cooperativa Santa Elisa o el Teatro La Cabaña; la desaparecida Concha
Acústica del Parque Salazar (Ahora Larco Mar), Carbany, La Taberna y Nirvana de
Miraflores; la Concha Acústica del Campo Marte, en Jesús María; el colegio los
Reyes Rojos, la casa Hardcore, Delirium Tremens, El Sótano, El Más Allá, en
Barranco; además del Centro Cultural Magia, de Magdalena, como espacios en los
que se ha ido construyendo aquella complicada historia del rock subterráneo en
el Perú.
Y es en ese sentido, en el que resulta
fundacional ―porque
desde allí se empezará a usar el concepto―, el concierto El rock subterráneo Ataca Lima,
realizado el 17 noviembre de 1984, en La Taberna de Miraflores, en el que al
lado de Leusemia, debutará la Narcosis; además del festival El rock subterráneo vuelve a atacar Lima,
en la desaparecida Concha Acústica del Parque Salazar de Miraflores, del viernes
18 de octubre de 1985, en el que tocarán Autopsia, Leusemia, Zcuela Crrada y
Guerrilla Urbana, que tendrá como correlato un reportaje de televisión que terminará
por popularizar al movimiento; además del concierto del 2 de noviembre del
mismo año, en la Concha Acústica del Campo de Marte, en el que participarán, además
de las bandas conocidas de la primera hornada, grupos emergentes
correspondientes a la segunda, que había empezado a gestarse desde 1985, como Excomulgados,
Sociedad de Mierda, Eructo Maldonado, hornada integrada además por otras bandas
como Eutanasia, Kaoz, G+3, Ataque Frontal, Voz Propia, QEPD Carreño, Kaos
General, Salón Dadá, Cardenales, Masoko Tanga, entre otras, que harán que el
movimiento vaya virando, desde aquella configuración más o menos integral y
homogénea, de la primera promoción subte, hacia una heterogeneidad mucho más
visible en términos sonoros ―Punk, hardcore, post-punk, dark-wave, gotich― y
una identidad política y social más revulsiva y excluyente; en algunos casos ya
no anarquista sino marxista, marcada por una lectura económica de la extracción
social y racial de sus componentes.
Y es, a partir de esta conciencia
de alguna manera “identitaria”, desde la que se terminará por diseccionar el
conjunto subte, en algunas variables políticas y socioeconómicas visibles. Por
un lado, la fractura económico clasista, entre misiopunk o cholopunk, es decir
los punk marrones de barrios tradicionalmente pobres y obreros, que tenían como
punto de reunión, además de los antros pauperizados del centro de Lima, un local
en Santa Beatriz denominado El Hueko, propiedad de uno de los integrantes de
Eutanasia ―la banda más representativa del sector “misio” del movimiento, que
tenía como fuerza de choque al grupo Sociedad de Mierda; y los pitupunks, que
congregaban a músicos blancos, miraflorinos y barranquinos de clase media alta,
encabezados por la banda G+3, que tenían como capilla a la casa Hardcore de
Barranco, propiedad de un adolecente cercano a la banda Kaos General ―en
la que también se reunirán, terminando con una histórica disputa, con los heavy
metals―,
abandonando la acepción punk y subte, para asumir la imaginería homogénea del positive hardcore norteamericano. En tanto que, por otro lado, se fue dando
también una división o decantamiento “ideológico”,
tal vez como resultado de la experiencia apremiante del conflicto armado
interno, cierta disputa entre anarquistas-punks y subtes revolucionarios, disputa
que se irá clarificando más aún, en la década del noventa, con la aparición de
colectivos comunitarios anarkopunks instalados en el centro de Lima, cuando la
guerra sucia fujimontesinista empezaba a mostrar su peor faceta.
Resulta comprensible, por ello, que
en este proceso de radicalización conductual-ideológica, radicalización exacerbada
por la violencia política y social ligada a los elementos actuantes de la
Guerra interna, ocurriese que para algunos sectores subtes, el discurso
anarquista-punk, ante las injusticias y asimetrías evidenciadas por el sistema,
ya no sea una alternativa concreta de cambio social. Lo que fue dando paso a un
discurso violentista y revolucionario al interior mismo del movimiento, produciéndose
el acercamiento ideológico de un sector de estos, al ideario general de los grupos
alzados en armas, como el PCP-Sendero Luminoso o el MRTA ―ligados
al marxismo, leninismo, maoísmo, y hasta al guevarismo―, desde bandas subtes que, de
alguna manera, terminarán por ser asociadas a estas ideas, tras la noción de que
la lucha armada y la guerra contra el Estado era la única manera de enfrentar a
un sistema corrupto e injusto que los albergaba; por lo que llegarán incluso a
oponerse a los símbolos de la “anarquía inglesa”.
2. Geolocalización y gentrificación simbólica de los espacios
Cabe asumir que han sido estas disecciones
o fracturas intracampo, las que terminaron por desmontar aquella suerte de
“homología” identitaria asumida como base para clasificar a las subculturas
juveniles en el mundo, las que han sido mostradas como bloques homogéneos y sin
disociaciones; mientras estas se presentaban como movimientos con sus variantes
y especificidades ideológicas y de estilo, al momento de ser rastreados desde
un espectro analítico amplio que nos iba mostrando sus diferencias. Sobre todo
porque el fenómeno tendió a emerger en un contexto de crisis y precariedad
absoluta para el país, en una Lima pre y post-schock neoliberal, en el que se
fue generando y desencadenando, como manifestación de intolerancia ante la
imposibilidad de racionalizar lo absurdo, y como suma de crisis y catástrofes,
el espectro contracultural que políticamente fue tensionándose hasta
enfrentarnos entre nosotros mismos. Insertándonos en una tradición
post-política que hacía de la asociación “cultura-sociedad” un asunto
peligroso. Priorizando aquella serie de procesos de descomposición social,
desde el cual terminó por emerger también el rock subterráneo, en un período marcado
por las carencias y la crisis económica y social, en el que las bandas, en la mayoría
de casos sin instrumentos eléctricos propios, solían provenir desde improvisadas
y no muy bien equipadas salas de ensayo, en una suerte de estética de la
precariedad, que fue derivando en un estilo y un discurso rudimentario que
devendrá en icónico al momento de acercarnos al tema.
En este sentido, durante los
últimos años, se ha venido experimentando un proceso de “gentrificación de lo
subterráneo”, un proyecto de domesticación o civilización de lo salvaje
―antropológica y económicamente―, con la puesta en valor de una memoria
depreciada por sus actuantes originarios ―oscuros, politizados, marginales y
contestatarios―, pero como memoria que será capitalizada y blanqueada por sus
nuevos colonizadores-marchantes. Un proceso para nada espontáneo, si evaluamos
las motivaciones económicas, culturales e higienistas que podría desprenderse,
a través de esa analogía simbólica memoria-espacio articulada por el etnólogo,
curador o historiador contemporáneo; desde lo que la británica Ruth Glass,
hacia 1964, ha denominado gentrificación, para referirse a un proceso
urbanístico que implica la llegada de nuevos habitantes de clase media alta, a
barrios pobres, proletarios, populares y antiguos, deteriorados y depreciados
del centro de la ciudad, para, luego de un proceso de puesta en valor y
renovación, ser transformados a través de las políticas culturales que la
propician, en hábitats de elevando costo y de alto nivel de vida. Lo que tiene
como correlato la expulsión de las clases más humildes de sus espacios, que al
no poder hacer frente al proceso de aburguesamiento, deben marcharse hacia
guetos de pobreza distantes.
Hay en este proceso, una marcada tendencia apropiacionista, como capitalización y colonización de las memorias o de los fenómenos contra o subculturales, subsumidos a una lógica que, desde hace ya algún tiempo, ha llegado a tener presencias y (re)presencias en otros niveles o focos del arte y la cultura, como objetos o sujetos embalados en un proceso integral de capitalización y puesta en valor; primero de las memorias, como gentrificación de espacios mnémicos, y luego de los significantes, como museificación textual y objetual de elementos semánticos, idilizados, descontextualizados y vaciados de sus contenidos políticos, al ser ubicados en los espacios muertos de la museografía, como osarios ordenados para su exhibición. Desde memorias que tienden a ser recuperadas y articuladas, en un proceso generoso de visibilización y homenaje, que ha puesto en relieve cierta recurrencia de motivos subtes, transportados a espacios para nada subterráneos, que están determinando lo que reclamamos como un “boom de lo marginal”, boom que vendría a ser el definitivo, debido al proceso de museificación y gentrificación simbólico-mnémica que viene acompañándolo. Algo que está detonando cierta urgencia por oponerse o tomar partido por esta tendencia, ante una efervescencia o debilidad contemporánea por los márgenes y sus productos subculturales.
El Callao, Provincia Constitucional del Perú ha iniciado hace algunos años su proceso de gentrificación |
No obstante ello, este fenómeno
al parecer inocente, viene acompañado de estrategias discursivas y curatoriales,
de historización y gestión que están funcionando, en algunos casos, a la manera
de ready mades duchampianos, es decir
asumiendo el proceso de apropiación y descontextualización que ya se ha estado
dando en las galerías de arte, en el que los productos artísticos
contestatarios, suburbanos, marginales o populares ―arte de minorías, arte político
o intervención urbana―, en la figura de los súper-curators pop-artist, que,
a la manera de Duchamps-criollos, suelen deslocalizar personajes y
descontextualizar objetos artísticos, para domesticarlos, “embellecerlos” y
ubicarlos en galerías de arte, y hacer de estos ―personas u obras ―
significantes políticamente vacíos, convertidos ya en higiénicos objetos de
culto o consumo, equivalentes al inodoro de Marcel Duchamp, que al ser
descontextualizado, desfuncionalizado y reposicionado en una galería, se
convierte en un objeto artístico para el consumo de minorías modernas e iniciáticas.
Lo que está despertando, en el interior del mainstream
cultural, un apego mórbido hacia lo
marginal, además de un proceso complementario de gentrificación del
“espacio simbólico”, un proceso que está remontándose e instalándose en el locus social de lo subterráneo,
relacionado a una noción de memoria-territorio que está siendo colonizado, y a
una idea de símbolo que está siendo descontextualizado en un locus de consumo
nuevo y sofisticado.
3. Etnografía de penetración y descontextualización museográfica
Y es en este proceso de
penetración antropológica, en el que la precaria onticidad del marginal, al ser
gentrificada, sofisticada y puesta en escena, va desplazando las posibilidades
de consumo hacia una exterioridad distante del lugar de origen, en la que el
“nativo informante”, convertido en un souvenir
o postal idílica de observación y consumo, pasa a formar parte del mobiliario
galerístico, sin poder autoconsumirse o fagocitar sus nuevas rugosidades
encontradas al momento de reconocer su imagen exótica ante el microscopio del
naturalista. Auscultados en su condición de objetos, memorias o personajes
vivientes, que al ser estudiados, clasificados y ubicados en galerías, universidades
o museos de prestigio, como la Miro
Quesada, el MAC, el MoMA, La Católica o Princeton, empiezan a perder su
capacidad simbólica, dinámica y vital para comenzar a osificarse, a la manera
de una simulación pura de salvajes póstumos, congelados, esterilizados y
protegidos así hasta la muerte. Pues, debido a que el museo se presenta como un
osario de cosas estáticas, exóticas e inertes, habrá bastado con exhumar o
deslocalizar el objeto de estudio para exterminarlo museificándolo.
Las universidades siguen
presentándose como un espacio arquetípico para la normalización. Por lo que cabe
evaluar que las dimensiones de la museificación, pueden ser arqueológicas o
antropológicas. Es decir, puede estudiar los vestigios de un pueblo primitivo
perdido en los tiempos, cuyos restos son rescatados y clasificados; e indagar
en las costumbres de un pueblo “salvaje” del presente, que etnográficamente también
es estudiado y clasificado, o a una tribu urbana y posmoderna que es abordada desde
su especificidad de horda subcultural, sin importar ya que sus dimensiones sean
globales, nacionales o locales. Por lo que Jean Baudrillard ha afirmado que el
museo, en vez de quedar circunscrito a un reducto geométrico, tiende a aparecer
por todas partes, presentándose como una dimensión más de la vida. Por lo que, la
etnología, en vez de ser una ciencia objetiva, pasa a generalizarse, liberada
de su objeto, hacia todas las cosas vivas; las que asumimos posicionándonos en
la idea de un conjunto cerrado de memorias y costumbres que son osificadas y
museificadas, pero ya no sobre un terreno arqueológico monumental o un espacio
antropológico exótico y originario, sino sobre un terreno igualmente urbano,
pero distante y primermundista, convertido en testimonio “histórico” de una
época, y permanecer fosilizado en vida, pero en una prisión temporaria que,
como en una vitrina, queda a la vista de todos.
Cabe decir que este proceso no viene
a ser una estrategia nueva y aislada, pues ha pasado a formar parte ya de una
práctica procedimental etnográfica y museográfica que obedece a las exigencias
nuevas de la lógica cultural del “capitalismo tardío” (Mandel-Jamenson dixit),
y su locus trófico ligado al management cultural. Como viene
ocurriendo con aquella morbosa moda “memorialista” que tiene como referentes los
luctuosos eventos relacionados a todo el horror y muerte que nos fue dejando los
veinte años de Guerra interna en el Perú, dolor que como negocio memorialista y
maquinaria de producción de merchandising,
ha ido inundando las artes y la gestión cultural limeña, hasta convertir el sufrimiento,
la pobreza y la muerte, tras la transposición, reproducción y exhibición de
rostros y cuerpos ausentes ―lacerados, despedazados o calcinados― convertidos
en fabulosos y normalizados artículos de consumo galerístico y museográfico,
expuestos a manera de cuadros o vitrinas del horror, para demostrarnos, como
los “diarios chichas” de la época del fujimontesinismo, que los cuerpos
destrozados, calcinados y amontonados, al igual que los bellos cuerpos desnudos
que solían acompañarlos en portada ―consumidos por públicos psicopáticos y
descomprometidos con dichas realidades― igual venden. Pues, en ambos casos,
entre los cuerpos destrozados de los noticiarios y las páginas policiales, y
los deseables cuerpos desnudos de la pornografía, solo se trata de cuerpos:
reductos de un goce bio-necropolítico (Foucault-Mbembe) que, en lo gore,
puede ser erótico y a la vez que thanático.
Cabe resaltar que en este proceso de objetualización, cosificación y osificación, como proceso de museificación de lo intangible o de lo “aestético”, que implica cierta forma de conservación y uso del patrimonio histórico-cultural, aplicado, en este caso, a productos no objetuales y espacios deslocalizados y plagados de procesos históricos varios, se han ido articulando un conjunto de memorias y emociones ajenas, las que han sido arrancadas, siguiendo esta misma lógica apropiacionista de la antropología, de sus precarios lugares de origen, para ser llevadas a lujosas vitrinas mesocráticas. Un proceso que parece haber alcanzado la cúspide ―obedeciendo casi al mismo tenor y período sociopolítico que aquí abarcamos para estudiar lo subte― en El Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social, conocido como LUM, espacio miraflorino en el que los eventos y acontecimientos luctuosos, relacionados a experiencias y memorias asociadas a la guerra interna y a la violencia terrorista de los grupos alzados en armas y el Estado, ocurrida entre 1980 y el 2000, han sido subsumidos a ese mismo proceso relacional de colonización de imaginarios y memorias, donde el apropiacionismo y deslocalización museográfica, han pasado a encerrar en sus exclusivos e higiénicos límites, rostros, voces y memorias individuales y colectivas diversas ―sobre todo andinas y no limeñas[2]―, hasta venir a graficar muertes, pérdidas y sufrimientos que ―por los agentes registrados y retratados en sus estudios― no parecen haber ocurrido en el ombligo miraflorino de nuestro país, focalizado sobre todo en una ciudad oficial que desdeña a todas sus periferias excluidas. Las que solo son recuperadas historiográfica y turísticamente, cuando son del pasado y antropológicamente cuando son del presente y pueden ser canalizados bajo presupuestos de las multinacionales filantrópicas relacionadas a las ONG.
LUM - (Museo)/Lugar de la Memoria (Lima-Perú) |
4. Marketing culturalista: capitalización hipster y economía groupie
Es en este proceso continuo de
capitalización de lo marginal o colonización de lo contracultural por el
mercado, en el que los mediadores groupies
están produciendo una moda restringida al espacio culturoso y aspiracional del
sector hipster de las clases
dominantes, un consumidor aparentemente a contracorriente, pero que no dista
mucho del esnob y que tampoco se distancia mucho del sector acomodado y posero
que pudo haber integrado las filas del pitupunk. Dándose una eclosión que puede
tornarse en peligrosa, pues el proceso de museificación de lo contracultural,
implica también la muerte o momificación de lo subterráneo, que pasa así a ser
un objeto de consumo aburguesado, descafeinado, pasteurizado para el regodeo de
aquellos a los que las personas que lo produjeron les importa un carajo. Por lo
que este auge ha pasado a ser un motivo estético articulado y administrado desde
una lógica gruopie ―es
decir, hombres y mujeres que en su juventud permanecieron cercanos y obsequiosos
en torno a sus estrellas contraculturales favoritas, porque estos tenían una
forma de vida que de chibolos “aspiraban” y que ya mayores y “empoderados”, como
mediadores, convertidos en burócratas, funcionarios públicos o gestores
culturales, retornan hacia sus antiguos, envejecidos y fracasados ídolos, para
favorecerlos visibilizándolos e historiándolos―, lo que los convierte en
mediadores, gestores o alquimistas de productos, sin valor aparente, que son convertidos,
bajo esta lógica, en objetos de consumo exótico y museístico, que pasará a
satisfacer el espacio culturoso y decorativo de una burguesía bohemia y
progresista regida por una economía hipster
de procesos culturales.
Hay entender la clave de esta
analogía, desde aquello que Sarah Kendzior ha llamado “economía Hipster”, como la propensión de
mudarse hacia memorias que otros ya habían construido. Por lo que, el ascenso
del capitalista hipster, en su
proceso de la hipsterización de la economía, nos hace entender aquella lógica
de expulsión-desplazamiento como una revitalizada tendencia en la que el
capital y la alta burguesía, no hacen otra cosa que retornar hacia hogares que
antiguamente fueron suyos (Neil Smith), generalmente centros históricos
abandonados por la oligarquía y burguesía urbana, ante la efervescencia
creciente de las migraciones y la conformación de una sociedad de masas de
inicios del siglo XX. Además de ubicar a los agentes de este proceso, que suele
utilizar al arte y la cultura como elementos de avanzada, bajo el manto de un
“progresismo” pseudoinclusivo y falsamente democrático, en la figura que los
franceses denominan Bobó (bourgeois
bohème) o los norteamericanos hipsters;
es decir, jóvenes blancos antimainstream, bohemios y de clase media alta,
autodefinidos como liberales en lo social, y que han sabido conciliar los
valores progres con el olfato empresarial. Siendo estos los responsables, vía
una dinámica de vaciamiento-llenamiento, del proceso de aburguesamiento y
expulsión de los habitantes pobres, de los lugares históricos depreciados,
espacios que serán puestos en valor tras ser desconflictivizados y
embellecidos.
En este sentido, el cineasta
Spike Lee ha acusado la afluencia de estos “malditos hipsters” como causantes
de este proceso de gentrificación que ha hecho que los alquileres suban en la
mayoría de barrios negros de Nueva York, terminando por expulsar a las
comunidades afroamericanas de algo que alguna vez habían denominado su hogar. Pues
esta la lógica de “regeneración” y “revitalización” de entornos urbanos
precarios y degradados, ubicados en los espacios históricos de la ciudad, va
haciendo, vía procesos de rehabilitación, que estos sean arrancados de la
pobreza para convertirse, al dotarlos de atractivos estéticos y servicios
nuevos, en espacios dinámicos y paradisiacos. Por lo que el hipster puede verse como un individuo
que se alinean tanto con la subcultura rebelde como con la clase dominante,
para abrir peligrosos canales de comunicación entre ambas (Mark Grief), resituando
lo que está fuera del mercado para reposicionarlo en el interior de este,
haciendo de lo viejo y olvidado una moda minoritaria de consumo retro. Y pese a
su aparente homología, podemos ver en el fenómeno hipster a grupos pertenecientes a la clase media alta que intentan
rehuir de las clasificaciones convencionales, para ubicarse en categorías
intersticiales, distanciándose de las opciones de consumo del vulgo, debiendo
entendérselos más bien como una suerte de apropiación, parasitación y mezcla de
tradiciones y géneros distintos, en pos de la yuxtaposición de estilos pasados
y ajenos a su realidad inmediata, como lo marginal y lo exótico, para reincorporados
al mercado.
Por lo que podemos afirmar que todo
este proceso, referido a esta suerte de boom
de lo marginal, que abarcaría un espectro mayor que el de la contracultura ―en
la cultura popular―, es decir un boom
multidimensional de lo marginal, dinamizado por una economía hipster que va más allá de lo
subterráneo y lo contestatario, para pasar a obedecer a aquella lógica cultural
del capitalismo tardío que ha ido apoderándose de los diversos productos
culturales y contraculturales ―valiosos y amables para muchos de sus
productores y habitués―, para seriarlos, mercantilizarlos y convertirlos en
objetos elitistas de consumo. Y es ahí donde el “espacio” precario y marginal
de lo subte está empezando a ser colonizado por la lógica del mercado, donde lo
subterráneo ―relacionado al rock, a su imaginería anarquista-punk y sus
manifestaciones aleatorias―, en su proceso de museificación, domesticación y
gentrificación, está siendo convertido en el merchandising de una nueva economía grupie, en este caso subalterna y funcional a la hipster, que al asumir su rol de
mediación en este proceso de gentrificación, va integrando valores o estilos
marginales, anteriormente imposible de ser capitalizados y mercantilizados, al mainstream del consumo cultural contemporáneo.
5. Memoria, normalización y desmarginalización de lo marginal
Cuando se trata de recuperar la
memoria, como proceso de historización, viene a ser un privilegio limeño poder
recorrer el centro con la disposición deliberada de un etnólogo que se
autoanaliza y revisita lugares cuyas imágenes pasan a funcionar como detonantes
de recuerdos que nos van refiriendo a esa suerte de cartografía personal
roturada solo a partir de planos emocionales producidos por las huellas de un
pasado, como semas o lugares para espeleologías interiores, que van dotando a
la memoria de referentes recobrados, como las del viajero subterráneo o el etnólogo
del metro, de Marc Augé, que sin importar si está distraído o no, puede
descubrir repentinamente su geología interior, desde la geografía subterránea
de la capital, en la que se encuentran en ciertos puntos, como descubrimientos
fulgurantes de una coincidencia capaz de desencadenar pequeños sismos íntimos,
en los sedimentos de una memoria personal de referentes históricos con los que
finalmente uno puede reconstruir geografías asumidas como subterráneas, debido
a su carga marginal; solo porque se suele hacer uso de aquella asociación
memoria-territorio en una ciudad-capital carente de metros subterráneos, pero
plena de memorias y de productos subculturales y marginales varios.
Esto sobre todo porque el pasado
que se rememora o celebra, puede ser considerado también como una suerte de
territorio-memoria que hace que las categorías espaciotemporales sean
indesligables al momento de historiar o clasificar un fenómeno, que luego del
proceso de normalización y domesticación museográfico-capitalista, relacionado
con el branding del mercadeo
culturalista, viene a ser agenciado, en este caso, por la lógica contemporánea de
consumo cultural. Y es desde allí, desde donde podemos avistar los primeros
síntomas de esta tendencia: la de hacer de lo contracultural y subterráneo ―y
en su sentido más amplio, de lo marginal― un objeto descontaminado, glamuorizado y elitizado de culto y
consumo; desestructurando el fenómeno, en dos tendencias diferentes, pero que,
no obstante, resultan complementarias porque se intersostienen. 1) A partir de
la descontextualización de sus significantes culturales (como antropología), y
2) desde un proceso de fetichización de estos significantes como mercancía
(economía) (Karl Marx). Enfrentándonos a los riesgos de una elitización
museográfica y editorial, que en su manifestación criolla, transnacional y posmoderna,
obedece a la lógica “cultural-contracultural” de apropiacionismo
simbólico-discursivo-comercial del capitalismo tardío. Un tipo de capitalismo
cultural-colonial en constante búsqueda por “edificar-visibilizar” nuevos
referentes antropológicos exóticos ―pobres, extraños, marginales―
para “orientalizarlos” (Edward Said) y construir así, a manera de bitácora de
viajes o catálogo de especias, una demanda activa en los mercados “óticos”,
ricos y céntricos de Occidente. Algo que no solo funciona a nivel
transnacional, sino que tiene también variantes intranacionales del fenómeno.
En este sentido, para lo que aquí
nos interesa, demarcaré el espectro de lo conocemos como subterráneo, es decir
los lugares de una marginalidad autoasumida que encuentran su foco de expresión
en exfocos, que funcionan o funcionaron como ejes aglutinantes de sensibilidades
ligadas al rock, al hardcore y al
anarquismo-punk o al post punk; que fueron irrumpiendo, desde una precariedad
auspiciada por escenarios casi terminales para el país ―como los de los ochentas y
noventas―,
años marcados por una profunda crisis, y aquella sensación terminal, que fue
evidenciándose en un contexto de descomposición en el que la despolitización y
la desmovilización empezaron a funcionar como dogmas, en escenarios exacerbados
y articulados más aún durante los noventas, período denominado como la “década
de la antipolítica” (Carlos Iván Degregori) en la que el fujimorismo terminó
por lumpenizar y envilecer todos los niveles de vida en sociedad, excepto al
SUTEP (que sobrevivió o convivió, como si aquello obedeciera a un pacto secreto
desde los extremos).
Cabe aclarar que esta tendencia de desmarginalización, desradicalización y despolitización de lo contracultural, de lo marginal o de domesticación de lo salvaje, extendido hacia otros puntos relacionados con la cultura popular, como lo “achorao” del fenómeno chicha ―que al ser engullido por la industria cultural ha sido elevado a la condición de mercancía―, se puede estar repitiendo también en este proceso aparente de “desubterranealización” de lo subterráneo, en un trance que funciona como el desplazamiento desde un espacio geográfico hacia uno simbólico, como un tránsito de los productos culturales o contraculturales que están siendo vaciados de sus connotaciones ideológicas, políticas y sediciosas; pues el espacio simbólico y fáctico de lo conocido como subterráneo, tiende a depurarse a partir de museificación de sus residentes originarios e iniciar así un proceso de gentrificación de lo contracultural, con la puesta en valor de lo subterráneo, para hacer que “otros” deseen mudarse hacia memorias que los subtes habrían construido, para habitarlas, sofisticarlas, fosilizarlas, justipreciarlas y consumirlas. Con lo que el espectro de lo marginal se va limpiando y haciéndose cada vez más aséptico y tendencia, a través de la remoción de sus “habitantes” y consumidores originarios, los que son desplazados para dar cabida, desde un proceso de deslocalización de la memoria subte, a la ocupación de nuevos gestores y consumidores.
6. Rock subterráneo 1983-1992 ¿Inicio y fin de la movida?
Es un dato de consenso mencionar la
composición histórica y el proceso de maduración o involución del fenómeno
subte. Se habla de una primera hornada (1983-1985), bastante definida,
integrada por Leusemia, Narcosis y Autopsia, Zcuela Crrada y Guerrilla Urbana;
y una segunda (1985-1990), heterogénea en muchos sentidos, integrada por
Excomulgados, Eutanasia, G+3, Kaoz, Sociedad de Mierda, Voz Propia, Eructo
Maldonado, Ataque Frontal, QEPD Carreño, Salón Dadá, Kaos General, Cardenales,
Combustible, Psicosis, Empujón Brutal, Delirios Krónicos, Luxuria, Masoko
Tanga, El Clan, entre otras; y una tercera, (1990-2000), con bandas como PTK,
Ilusión Marchita, Dios Hastío, Generación Perdida, Sabotaje, Ekidad, Dislexia,
Dizpareunia, Autonomía, Ingobernables, Complot, Kontratodo, Motín Urbano,
Comando Antimierda, Dogma SS, Rezios, Reaxión, Agresión Extrema, Héroe
Inocente, Maestro Caníbal, Manganzoides, Aeropajitas, 6 Voltios, 3 al Hilo,
Futuro Incierto, Perros Hambrientos, Irreverentes, Perú No Existe, Diazepunk, además
de otras que para mí cierran esta clasificación, en una tendencia que, en
algunos casos, los fue llevando hacia la radicalización sociopolítica, pero
también, en otros, hacia la desmovilización y la pose absoluta.
De ahí que, a los que vinieron
luego de esta tercera etapa ―para no hablar del fin de la movida,
que si bien no necesariamente ha muerto pero sí ha mutado hasta momificarse o
convertirse en parte de aquella “cultura zombie”―, no hay que entenderlos como
herederos y sucesores de aquel bloque generacional que experimentó en carne
propia el horror de la violencia política y la miseria de la crisis económica;
horror que podría corresponder únicamente al campo sicológico, pero que, por
sus dimensiones de tragedia nacional, se fue extendiendo hacia el campo social,
para convertirse, transformada en indignación, en consigna política que sirvió
para enfrentar y conspirar contra el proceso de estupidización, despolitización
y miedo promovido desde el Estado. Algo que se fue materializado de manera
diferente, a través de los medios masivos de comunicación, en los millennials, en
quienes ―sobre
todo en su variante hipsters y
antimanstream, porque allí también
hay de lo otro― se fue formando esa normalizada actitud consumista y
“neosubte”, que fue “glamorizando” lo marginal hasta convertirlo en un producto
idílico de supermarket que suele tener
como eje temático de exploración y consumo lo contracultural y marginal.
Cabe decir que este fenómeno, ligado
a un proceso “desubterranealización”, ha iniciado la paulatina expulsión de sus
actores originarios y la apropiación de sus referentes simbólicos-discursivos, hasta
hacer que estos espacios o memorias antes habitadas y usadas por los subtes,
debido al filtro económico que este proceso está suscitando ―y
su consecuente aburguesamiento― tiendan a presentarse como
imaginarios gentrificados, colonizados, capitalizados y/o articulados, desde
donde se está produciendo cierto arraigo entre el academicismo y el
seudoacademicismo que los motiva, hasta despertar cierto furor en la totalidad
de los circuitos bohemios y culturosos de la burguesía, que tienden a instrumentalizarlos
y consumirlos; produciendo, como contrapartida, el desarraigo simbólico de sus
antiguos habitúes, que pasan a enfrentar los fastos de un “tributo” no tan cercano
ni asequible. Algo que como una tendencia general resumí en un conversatorio
denominado: “Rock subterráneo 1983-1992 ¿Inicio y fin de la movida?”, del
sábado 15 de julio de 2017, al referirme al boom
de lo subterráneo y al proceso de instrumentalización y museificación del que
está siendo objeto el fenómeno subte, y que desarrollé en cinco puntos que han
ido dibujando el esquema provisional con el que he abordado el asunto:
Primero. Resulta interesante que un movimiento forjado desde la
absoluta precariedad, una precariedad económica que fue asumida también como
referente de precariedad técnico-estética, en un momento social y políticamente
difícil, de crisis económica, pobreza y violencia ―violencia estructural y
violencia fáctica: la del Estado y la de los grupos alzados
en armas―
como han sido las terribles décadas del ochenta y el noventa ―años
de la peor crisis económica, política y social para el país―,
este alcanzando un inusitado protagonismo. Protagonismo que está haciendo que
las actividades realizadas como parte del “homenaje” al rock subterráneo,
homenaje que yo llamaría más bien instrumentalización, con su consecuente merchandising, estén económicamente
fuera del alcance de los subterráneos, los que suelen referirse a estos
productos, en la mayoría de los casos, solo superficialmente y por los
comentarios distraídamente oídos sobre dichos eventos.
Segundo. No obstante que también hubo bandas denominadas
“pitupunk”, asociadas al universo de lo pituco, lo que hizo que el movimiento
subte se vaya extendiendo desde el polo marginal de la contracultura hacia
otros focos ―como
Barranco y Miraflores―, el movimiento subte estuvo focalizado sobre todo en el
centro de Lima, y desde sus inicios se caracterizó por tener sus groupies, es decir, hombres y mujeres
que suelen y solían bajar para tratar de tener amigos mayores y malos para
sentirse también malos. Los que por hacerse ver por sus ídolos, los seguían
obsecuentemente a todos lados. Y ahora, mientras los subtes han envejecido, sus
groupies han crecido y alcanzado
cierto poder, y desde su posición
hegemónica en el interior de la industria cultural, han pasado a vengarse de
sus antiguos ídolos, sometiéndolos hasta hacerlos objetos de consumo; y lo que
es peor, son los subtes, ahora groupies
de sus exgroupies, los que suelen participar
como muñequitos de feria en esta revuelta o explosión subterránea (Véase esa
película disparatada y llena de estereotipos) para ser consumida por la
burguesía bohemia limeña. Esto debido a que, cuando se está cercano a las
esferas del poder, uno puede pendejearse y hacer lo que le da la gana con las
personas y sus obras.
Tercero. Con toda la fanfarria
conocida y porvenir, el movimiento subte peruano ha pasado a convertirse en
un objeto de estudio antropológico, que repite el modelo de subsunsión colonial
y de penetración capitalista y colonialista de los antropólogos del centro, que
suelen interesarse por las periferias excluidas. Por lo que el exotismo subte
ha empezado a funcionar como un objeto-referente semejante al de las culturas
amazónicas, cuyos resultados convertidos en libros, son publicados en idiomas
que los amazónicos no entienden y para públicos entre los que no se encuentran
ellos, y con precios que están fuera del alcance de los nativos informantes. En
este sentido, siguiendo la analogía antropológica y salvando el referente del
idioma ―idioma
que es utilizado aquí solo como referente de reflexión, pues estos objetos
derivados del boom están siendo
producidos en castellano―, muchos de los subtes, debido al proceso de
capitalización y puesta en valor de las memorias, ni están leyendo esos libros
ni han asistido a aquellas exposiciones, pero claro, sabemos que sí han podido
ver las películas e historias caricaturescas que circularon por diversos lados,
por los comentarios incendiarios que estuvieron circulando durante esos días vía
internet.
Cuarto. Hay en el ambiente una suerte de vedettización museográfica
que está afectando a las artes visuales en general. Algo que está produciendo
una suerte de curators–superstar o curadores todopoderosos que
se alucinan superartistas, protagonistas inusitados que vienen subalternizando
a los creadores-productores, articulados según sus deseos, deslocalizados y
descontextualizados, bajo la lógica de los ready
mades duchampnianos. En un sentido en el que el movimiento subte ―histórica
y musicalmente― viene funcionando como el wáter de Marcel Duchamp, como
los ready mades u objetos funcionales
y asignificantes, que descontextualizados y puestos en una galería pasan a
convertirse en una obra de arte. Por lo que dicho boom vendría a ser un asunto de groupies,
ahora masmediáticos y en el poder; que, en este trance, como mediadores, están
vedettizando y cosificando también a sus antiguos productores, ordenándoles que
hagan lo que les interesa a ellos para que –para decirlo en jerga de ONGera― estos
los visibilicen, y así el artista tienda a someterse y buscar halagar al
historiador, al teórico o al curador para congraciarse con él, dándole todos
sus datos, llevándoles sus fotos, sus currículos, regalándole discos, lustrándoles
las tabas, porque de ello quizá dependerá el futuro de sus miserables vidas.
Quinto. Si hacemos una traspase de conceptos de lo sonoro hacia lo
visual, siguiendo la lógica de los ready
mades y el proceso de museificación de lo marginal, como viene ocurriendo
también en las artes plásticas y visuales ligadas a las experiencias terminales
de los ochentas y noventas, se está dando allí también un análogo “proceso de
ONGeización del arte”. Es decir, luego de las dos décadas de violencia política
y terror, y sus casi 70,000 muertos derivados de esta, se ha venido dando una
suerte de culto o articulación del dolor que, con el subterfugio de la recuperación
de la memoria, está produciendo una suerte de marchantes-curadores-gestores
“necrófilos”, que auspiciados por ONG u organismos derivados y anexos que están
haciendo de la filantropía y la memoria un negocio; negocio que suele
involucrar a artistas y gestores que, encubriendo su falta de talento, en la
figura de Duchamps-criollos, suelen usufructuar imágenes o fotos de muertos y
desaparecidos durante el difícil período de la Guerra interna, con algunos
textos o retoques adicionales, para producir “obras” que son dispuestas en
galerías o festivales, hasta convertirse en los súper(manes) de la violencia
política.
4. La triada de la producción, gestión y consumación
El problema aquí es que la lógica
cultural colonial-capitalista del mercado, ligado al proceso de hipsterización
de la economía, ha pasado a colonizar y engullirse las buenas intenciones,
mediatizando el espectro cultural desde instituciones ligadas a la triada: productor,
gestor,
consumidor.
En la que el productor, el primero de esta serie, viene a ser esa suerte de
obrero u operador consciente-inconsciente que escribe compone o produce algo
que luego, muchas veces fuera de su voluntad, va a ser convertido en mercancía
u objeto de comercialización y consumo, a veces a precios inalcanzables para el
círculo de sus cercanos y habituales prosumidores,
productores que son descontextualizados y museificados en este proceso de
mercantilización de la contracultura. El gestor, que en su calidad de
organizador-mediador, en su manifestación extrema encarna al comercializador o mercader de arte, en la imagen del editor, curador o
teórico, entre los que se encuentran los groupies,
aquella suerte de fans obsequiosos y otrora jóvenes enamorados, que cuando les
toca madurar, si no se hacen únicamente gestores y funcionarios asalariados, se
convierten en teóricos cuyo espectro profesional, imbuidos como están en un
síndrome de compensación que los hace experimentar, citando a Alfred Adler, un
serio complejo de inferioridad encubierto por un complejo superioridad, bajo
procesos de autoendiosamiento, pasan a convertirse en agentes de
iluminación-vedettización de sus exídolos ―que consiguen únicamente
presencia y divulgación masmediática,
beneficio que de alguna manera resulta insuficiente y efímera― o
como agentes de museificación cuando lo que logran es la perpetuación o
objetualización de la obra, ligándola, a partir de libros, conciertos y
exposiciones, a espacios nuevos de expectación, como museos, estudios
académicos o galerías de arte; además de los dueños de las galerías o escenarios, quienes suelen imponer costos
o directivas de producción al autor, músico o artista y usufructuar sus
memorias colectivas, y que suelen ser los empleadores de los mediadores
culturales groupies; es decir, miembros del sector hipster asociados a las clases dominantes, cuya debilidad por
valores y estilos contestatarios, marginales, además de lo vintage, hacen que lo subte, como mercancía les interese. Finalmente,
cerrando la pirámide, ubicamos al consumidor, de hecho una parte de
estos resultan consumidores pasivos intergeneracionales, que pueden adquirir o
consumir los souvenir, las
publicaciones o artículos de merchandising,
sin mayor problema, entusiasmados como pueden estar por las repercusiones masmediáticas
generadas por el asunto; pero el grueso está conformado por los millennials, restringido sobre todo a la
variante hipster de las clases
dominantes, el sector bohemio y “rebelde” del conjunto ―bloque generacional que excede
esta clasificación hipster para
abarcar un eje conservador totalmente alineado con el manstream cultural, y que no tiene ningún interés por lo marginal―
que son los que suelen consumir y recapitalizar los presupuestos.
Cabe decir que este esquema es solo un intento de clasificación-definición parcial de un fenómeno global, que posee límites un tanto difusos, debido a su complejidad. Por lo que, en este boom de lo marginal, podríamos encontrar ejes de intersección y confluencia entre los diversos nichos tróficos que se asocian. Pues en estos, debido a los efectos que se han venido suscitando, la economía groupie y la economía hipster, en algún punto, tienden a intersectarse y confluir. Pues es el groupie, debido a su relativamente “antigua” familiaridad con el asunto, el que generalmente hace la labor etnológica o trabajo de campo, por lo que, cualitativamente, suele hacer entrevistas a profundidad e historias de vida y conseguir artículos de memorias-colecciones privadas de los informantes, ensuciándose las tabas y nutriendo así la economía y el consumo hipster, pudiendo en algunos casos ser la lógica hipster la que medie directamente el proceso de gentrificación cultural que ha producido, no desplazamientos o expulsión geográfica fáctica sino deslocalizaciones y descontextualizaciones simbólico discursivas, relacionadas con a idea de espacio-memoria, haciendo que los gestores-consumidores pasen ha habitar y capitalizar memorias que no les pertenece y de precios a veces prohibitivos para los informantes-objetos de estudio.
Existe en este caso, debido a que hablamos de subculturas urbanas globales, un intercambio permanente entre centro y periferia, que podría relativizar este análisis, pero estos son intercambios de subsunsión colonial-capitalista, como en la colonia, pero ahora la lógica no es salvacionista o únicamente cultural moderna de la república, sino es hipermoderna y mediatizada por el mercado, y subsumida a la lógica cultural del capitalismo tardío. Por lo que, para que una evaluación sea sería, en este contexto, no se parte de esa suerte de “puritanismos culturales”, como los que se podría tener ante grupos no contactados, que podrían ser contaminados por las prácticas de evangelización y colonización que asumen los procesos culturales como fenómenos estancos e incontaminados, por lo que no deberían ser tocados o auscultados por miradas foráneas. Pues el rock no deja de ser occidental-foráneo así lo canten en quechua o lo fusionen con el huayno aborigen-andino. Por ello discutimos un fenómeno de comercialización, es decir de mediación y gestión, y no creación-producción. No hablándose de cosas o sujetos en sí, sino de los fenómenos que estos suscitan, y los fenómenos suelen ser poliédricos, por lo que una mirada externa y descomprometida, puede enriquecer el estudio, pero no porque diga la verdad o sea más profunda, sino porque dice cosas vistas desde otro prisma, que aportan datos diferentes.
Es necesario aclarar que, en esta
crítica a la lógica etnográfica contemporánea, la antropología se presenta, a
veces de manera involuntaria e inocente ―como los misioneros evangelizadores
de la colonia―, como la avanzada
del capitalismo y del “colonialismo supérstite” (Mariátegui dixit), colonizando
memorias, costumbres y productos culturales, construidos a manera de bricolaje
que podría estar dentro de la buena voluntad de la antropología estructuralista
―como
la de Levi-Strauss que hablaba de la complejidad simbólica de las culturas no
occidentales―,
pero es necesario remarcar que un abordaje deconstructor y posestructuralista derridariano
del asunto, nos permite asir esa extensión que, por analogía, ha pasado a
cubrir aquella suerte de procedimientos marginales, no manifiestos en los
estudios y teorizaciones de los fenómenos culturales, que puede tener como
sujeto a una comunidad étnica exótica de la amazónica, a un colectivo chicha también
exótico de la urbe o a un movimiento marginal fuera de “ótica” como lo subte, pues
los procedimientos metodológicos hegemónicos de la antropología contemporánea son
casi los mismos. Pues esta ha pasado a obedecer a cierta lógica cultural del
capitalismo tardío, sumida como está a esa necesidad utilitarista del mercado que
la ha convertido en la avanzada del capitalismo, y su necesidad de transformar
a los "nativos informantes" en consumidores. Un proceso en el que el antropólogo
puede no tener la culpa, porque, en algunos de los casos no es consciente de su
rol de mediador en el asunto.
Este proceso de “instrumentalización”
y “mercantilización” de lo marginal y lo precario ―que implica la transformación
de productos sin valor aparente, en objetos idealizados de consumo― obedece
a una lógica análoga a la del campo antropológico, pero no necesariamente ejercida
por un antropólogo, pues el agente puede ser economista, historiador,
periodista, nativo informante, directivo de ONG o burócrata, y procedimentalmente
enfrentar el asunto de la misma manera, sumido como está en el interior de la
lógica del mercado. Esto, debido a que existe una pulsión apropiacionista en el
antropólogo tardomoderno relacionada con cierta lógica de mercantilización de
lo exótico, que tiene como referente una visión de centro moderno en oposición
a periferias premodernas o colapsadas, un centro (civilizatorio-académico-económico)
ubicado tanto en el Primer Mundo, como en los focos de poder o ejes de cultura
intranazional; es decir, en lo que conocemos como “circuito oficial” de gestión
y distribución de las artes, opuesto a los “circuitos alternativos”, populares
o marginales de expresión. Proceso ligado a esa suerte de diseminación metodológica
hacia otros campos del saber, que ha experimentado la antropología
contemporánea hasta convertirse en esa suerte de nueva koiné procedimental de las estrategias de producción y gestión
cultural; tanto en los “tráficos” que se han venido haciendo en los museos de la
memoria, sobre todo las muestras referidas a los años de la violencia, o a la
museificación de las manifestaciones subculturales. Dándose un proceso que Hal
Foster ha denominado ―afirmando que los setenta habría sido la década del
teórico, los ochenta del marchante, y los noventa la década del conservador
itinerante que reúne a artistas nómadas o artistas etnográfico migrantes, en
sitios diferentes― “el giro etnográfico en el arte contemporáneo”, en el que
el artista como etnógrafo, tras cambiar su lógica espacial, termina también por
elegir un sitio, entrar en esa cultura, aprender su idioma y concebir,
mapeando, registrando, revisando e inspeccionando sus presupuestos, en un proyecto
que finalmente será presentado a una institución que terminará por financiarla.
Siguiendo a Benjamín menciona que
los artistas y críticos han respondido a la capitalización de la cultura y la
privatización de la sociedad del sistema neoliberal, abandonando el paradigma “autor
como productor”, para asumir un modelo “fostereano” semejante al del “artista
como etnógrafo”. Debido a que las instituciones del arte han dejado de
concebirse únicamente en términos espaciales, como museo, estudios o galerías,
para pasar, puesto que asumen también la presión de los movimientos sociales
diversos ―feminismos,
demandas GLTB, derechos civiles y multiculturalismos― a abrazar una política
cultural de la alteridad que implica desplazamientos en la ubicación del arte,
desde los marcos institucionales de exhibición y producción hacia redes
discursivas varias. Algo que fue generando también aquella tendencia de cambio de
mirada hipster hacia lo marginal,
contracultural o vintage. Lo que ha
hecho que el arte ―y la museificación con este― amplíe su espectro hacia
espacios que la antropología creía tener reservada, hasta hacer que el papel del
etnógrafo-artista se extienda también al del crítico, teórico académico o
comisario de arte, en el interior de las redes de distribución y
comercialización cultural, para abordar, desde allí, cualitativamente ―según
el método etnográfico― el estudio de otras subculturas, como una suerte de
exploración, avanzada, colonización y penetración del capitalismo en pos de captar
o conseguir nuevos productos y consumidores. Pero más como un fenómeno de
gestión-distribución que de creación-producción, debido a las características
museográficas del asunto.
En este sentido, reforzando la idea de la propagación del rock subterráneo hacia esferas extramusicales no relacionadas con los conciertos, sino a partir de sus tempranas repercusiones académicas, Daniel F dirá que hacia los años 1991/1992, el número de trabajos universitarios, tareas académicas y personajes que querían escribir acerca de “la movida”, se había incrementado tanto que decidió hacer un texto para dárselos y que no le obliguen a repetir siempre las misma cosas; lo que dio origen a un libro que, de aspirar a ser un compendium de consulta para dummies, debido a que la tendencia que aquí retratamos no estaba tan definida aún, terminará por convertirse en un libro pionero al momento de intentar analizar el asunto. Algo que ha ido reforzando este boom que aborda una serie de mecanismos de normalización, apropiacionismo y puesta en valor de lo marginal. Para inscribirse en el interior de una lógica cultural de comercialización y consumo, que obedece a esa suerte de colonización del campo cultural por el campo económico (Bourdieu); colonización que está implicando el despliegue de estrategias nuevas de remoción geográfico-simbólica, que ha ido imponiendo paradigmas de consumo también nuevos. Una tendencia que viene a ser solo una forma remozada de aquella lógica apropiacionista integral, que está afectando a las subculturas globales, insertas en este proceso de desmarginalización y museificación de lo marginal.
Fernando Cassamar
[1]
Este texto discutido en un conversatorio denominado: “Rock subterráneo
1983-1992 ¿Inicio y fin de la movida?”, del sábado 15 de julio de 2017, y ha
sido publicado parcialmente bajo el nombre de “El boom de lo marginal y gentrificación
de lo subterráneo”, en el interesante libro de Miguel Fegale. Lima Maldita. Los rockeros del apocalipsis
peruano. Editorial Gato Viejo. Lima, 2018, pp. 243–247.
[2]
Resulta complicado no pensar, en este sentido, que hace un museo de la memoria,
como el LUM, en Lima, cuando su espacio natural debería haber sido el
departamento de Ayacucho, eje central del Conflicto armado Interno. Es casi
como pensar que a alguien se le hubiese ocurrido hacer un monumento a la
Batalla de Ayacucho, evento que consolidó la independencia hispanoamericana, en
la capital peruana.
Comentarios
Publicar un comentario